esde tiempos inmemoriales, los seres humanos acogen el final de un ciclo y la llegada de un nuevo año con ritos seculares y tradiciones casi atávicas. Las diferencias entre el día y la noche eran evidentes para nuestros ancestros como para seres pertenecientes a otros reinos, animal o vegetal, y, a veces, incluso, especies minerales. Darse cuenta, concebir, el término de la vuelta que da la Tierra alrededor del Sol, movimiento de translación que, durante siglos, se atribuyó al astro solar girando alrededor de nuestro planeta, no apareció con la evidencia inmediata que ofrecen el alba y el ocaso, nacimiento y fin del día, cuando las tinieblas nocturnas desataban los temores ancestrales de una oscuridad sin fin. La fe en la resurrección del día, fe debida a la costumbre duradera de ver aparecer el Sol, permitió dormir con tranquilidad a los hombres, así creyesen reales los sueños que, en esas épocas remotas, confundían con lo vivido despiertos. Los miedos desencadenados por el fin del año han tenido una vida más larga y siguen existiendo, aquí y allá, cuando se asocia ese final a la desaparición del mundo. La celebración del inicio de un nuevo año, esa exaltación festiva de la población humana, de un lado al otro del planeta, del Este al Oeste, sobrecoge en una u otra forma a cada quien. Los sentimientos más diversos estallan, bombas o burbujas, durante el conteo regresivo del último minuto del año que se acaba, los 12 segundos de adiós a ese año. Un nuevo conteo comienza y algunas tradiciones proponen, cuando no exigen, realizar algunos gestos y actos rituales: tragar 12 uvas, tomar de un trago la copa de champán, formular un deseo cada uno de esos 12 primeros segundos si se desea verlos realizarse, vestir ropa interior roja, quemar viejos calcetines, arrojar agua fuera de las puertas de casa para barrer los males... En fin, ritos o supersticiones que se funden en un júbilo planetario a la vez nostálgico y esperanzado. Momento jubilatorio que alcanza su clímax de euforia en ese segundo cero, segundo póstumo y primigenio, donde se abre la fisura sin fondo de un tiempo sin tiempo.
Fin de ciclo que invita a hacer el balance del año que termina como a formular buenas intenciones para el que comienza. Contables o soñadores, con nostalgia o con esperanza, los seres humanos se sienten conmovidos por algo más profundo: esos secretos ocultos, reminiscencias temblorosas tan pronto surgidas como olvidadas. Pasado y futuro se fusionan en el corazón y la mente de hombres y mujeres, en el espíritu humano.
Los filósofos se preguntan qué es el tiempo cuando creen comprender que el ser no existe sino en el tiempo. Pero el poeta dice que no es el tiempo el que pasa, que somos nosotros quienes pasamos. No se trata de retomar los profundos conceptos desarrollados por el filósofo Martin Heidegger. Basta recordar el título de su libro Sein un Zeit (Ser y tiempo) para comprender la cuestión que plantea; es decir, que entre el Tiempo y el Ser hay una relación esencial y existencial. De ahí nacerán las escuelas de pensamiento existencialistas como las que se oponen a ellas, siguiendo la tradición de la controversia, la cual permite a los pensadores dar unos pasos en el camino que abrió Parménides ante el milagro que es ser.
Sólo queda decir que fin y principio de año marcan un momento que no puede vivirse sin emoción. Las fiestas organizadas en estas fechas son las pruebas de que una cierta turbación necesita ser controlada aunque no sea sino con unas copas de champán y algunos abrazos que nos acerquen unos a otros, sensibles seres sacudidos por el paso despiadado del tiempo. A la vez, símbolo y metáfora de la muerte que se pone en escena a fin de año, como es también símbolo y metáfora del nacimiento. Brindemos por ambos símbolos, abracémonos para reír y no llorar. Que sea un momento de dicha, una alegría, el reconocimiento del milagro de existir y la gratitud por esta efímera felicidad.
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