l martes, el presidente Andrés Manuel López Obrador envió a la Cámara de Diputados una iniciativa de reforma a varias leyes que busca poner fin a más de tres décadas de empleos perdidos, despojos, daños ambientales severos, conflictos sociales y prácticamente nulos beneficios económicos para el país, desde que fueron promulgadas las reformas neoliberales en materia minera y de aguas nacionales
, en referencia a la Ley Minera y la Ley de Aguas Nacionales del sexenio de Carlos Salinas, entre otras disposiciones.
La propuesta del Ejecutivo introduce cambios trascendentales y urgentes a la legislación actual. Por ejemplo, se prohíbe otorgar concesiones mineras en zonas sin disponibilidad de agua, áreas naturales protegidas o donde se ponga en riesgo la población; además de retirar a la minería la condición de actividad preferente, con lo que las empresas del ramo deberán pactar contraprestaciones monetarias, sujetas a consentimiento de los propietarios de los terrenos, entre ellos ejidos, comunidades y núcleos agrarios en general
. Otra modificación clave reduciría el plazo de las concesiones de 100 a 15 años, con posibilidad de una prórroga por otros 15, condicionada al cumplimiento de las obligaciones sociales y fiscales por parte del concesionario. La propia existencia de las condiciones discrecionales sería sustituida por un esquema de concurso público en el cual tendrán que garantizar la realización de acciones para preservar, restaurar y mejorar el ambiente, prevenir y controlar la contaminación del aire, agua, suelo y subsuelo
. En uno de los aspectos más relevantes, pero más negligidos de la minería, se establece que los propietarios que menoscaben la seguridad física de sus trabajadores enfrentarán penas de cinco a 10 años de prisión y cuantiosas multas. Además, las concesiones podrán cancelarse cuando se carezca de un informe sobre posibles daños o riesgos al equilibrio ecológico, entre otras causales.
Hay otras medidas igualmente positivas que es imposible reseñar en este espacio y que, en conjunto con las mencionadas, suponen una verdadera transformación en favor de la sociedad, el fortalecimiento del Estado, el medio ambiente y la vigencia de los derechos humanos. De manera poco sorpresiva, comentaristas y medios de comunicación comprometidos con los intereses oligárquicos han reaccionado con la manida especie de que el impostergable ordenamiento del sector ahuyentará las inversiones, golpeará la economía nacional y pondrá en riesgo cientos de miles de empleos. A estas voces debe recordárseles, en primer lugar, que el derecho a la vida y a la salud de las comunidades afectadas de manera directa por las operaciones de la minería, así como el derecho de todos los mexicanos a un medio ambiente sano, no pueden someterse al afán de lucro. En segunda instancia, no puede perderse de vista que, bajo la legislación neoliberal, la explotación de los recursos minerales de la nación ha sido una fuente de enriquecimiento ilimitado para el puñado de compañías que concentran las concesiones, pero ha dejado escaso provecho a las arcas públicas y a las zonas donde se asientan las minas.
Si a lo anterior se añaden las catástrofes ecológicas ocasionadas por el manejo displicente de residuos tóxicos, las muertes de trabajadores (al menos 270 en la última década) por las pésimas condiciones de seguridad, el hostigamiento a comunidades y los asesinatos de activistas que se han opuesto a la instalación de proyectos mineros en sus territorios, está claro que el escenario más deseable para México y para las grandes mayorías es llevar adelante lo que la Asociación de Ingenieros de Minas, Metalurgistas y Geólogos denuncia como cambios que implicarían un impacto severo a la forma habitual en que se desarrolla la industria y un cambio radical a las disposiciones sobre las cuales las empresas mineras nacionales y extranjeras invirtieron
en el país.