oy se festeja el Domingo de Ramos, añeja tradición que data del día anterior a la muerte de Jesús, cuando ingresó triunfalmente a Jerusalén. Cientos de peregrinos se habían agrupado a celebrar la pascua judía. La multitud lo rodeó y lo acompañó con ramos de olivos y palmas en las manos, entre cánticos y exclamaciones de júbilo.
Hace tiempo escribimos en estas páginas que la costumbre de bendecir las palmas ese día se conservó y llegó de España a nuestro país. En el siglo XVI, ya era parte de las conmemoraciones de Semana Santa, según nos relatan el ilustre Motolinia y fray Gerónimo de Mendieta. Su fuerte arraigo dio lugar al desarrollo de una bella artesanía que comienza a prepararse meses antes.
Los artesanos trabajan la tierra, siembran las palmas en el monte, las recolectan y las ponen a orear. Después viene el trabajo de recortarlas, armarlas, tejerlas y decorarlas. La labor no es sencilla, requiere una gran habilidad para manejarla, ya que los bordes de las hojas cortan como navaja. Son sorprendentes los primores que fabrican e incluyen exquisitas miniaturas.
Estas obras de arte se venden en las afueras de los templos, donde sus creadores se colocan en el suelo con la mercancía extendida a sus pies. A la par que atienden a los compradores, elaboran con sorprendente maestría las distintas figuras: cruces, cristos con espigas, rosarios, vírgenes, corazones, abanicos y palomas, entre muchas otras.
Los creyentes las llevan a bendecir y las conservan todo el año en sus casas, convencidos de que les brindan protección divina. En la ortodoxia religiosa, el año siguiente son quemadas para utilizar los rescoldos en la ceremonia del miércoles de ceniza que da inicio a la cuaresma.
Muchos viejos cronistas describen esta tradición; uno, notable e increíblemente poco conocido, fue José María Álvarez. Escribió Añoranzas, obra en dos tomos en la que habla de la ciudad de México que vivió en su juventud en la segunda mitad del siglo XIX.
Es fascinante porque describe con minuciosidad los festejos populares, tradiciones, comidas, instituciones, personajes y cuanto quiera uno saber de la mentalidad, costumbres y vida cotidiana de esa época.
Del Domingo de Ramos recuerda: “Muy temprano acudíamos con mis padres a misa y a la salida comprábamos las palmas y nos las bendecían. Al llegar a casa, mi hermano y yo nos dábamos a la tarea de colocar en todas las puertas fragmentos de palma formando una cruz para ahuyentar al ‘maldito demonio’. También colgábamos palmas en los balcones y todas duraban todo el año, hasta el nuevo Domingo de Ramos cuando, con igual entusiasmo y fervor, volvían a conmemorarse los acontecimientos de tal día”.
Platica sobre los concurridos paseos por el canal de la Viga, donde decenas de canoas ofrecían flores que sembraban en las chinampas de los pueblos cercanos, Xochimilco y Santa Anita. También destaca las que vendían comida: la broncínea indita hincada en el cayuco ofrecía sus ricos tamales cernidos de chile, de dulce y de manteca y sus cazuelas con sabroso mole de pato o de guajolote
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En alguna ocasión mencionamos lo que escribió la escocesa Frances Erskine, esposa de Ángel Calderón, quien fue el primer embajador de España en el México recién independizado. Sus experiencias de los dos años que estuvo en nuestro país, a mediados del siglo XIX, las plasmó en copiosa correspondencia que envió a su familia. Se publicaron 54 cartas en un libro que es uno de los mejores testimonios de la vida de México en esa época.
Comenta su visita a la Catedral el Domingo de Ramos en medio de una multitud, y de lo que califica como un bosque de palmas, agitado por un viento suave
, referencia a las centenas de palmas que llevaban los indios para que se las bendijeran. A éstos los describe con rostros de bronce y una mirada dulce y quieta, que sólo puede alterar el anhelo con que ven acercarse a los sacerdotes para la bendición
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Si tiene oportunidad, no deje de adquirir algunas palmas; muchas son pequeñas obras de arte que alegran el corazón.
Y ahora vamos a disfrutar unos buenos tamales, las enchiladas de la casa, un buñuelo esponjoso bañado con miel de piloncillo y un reconfortante lechero. Lugar: el tradicional Café de Tacuba, situado en el número 28 de la calle del mismo nombre.