l pasado jueves 22 celebramos a Carlos Tello; gran y querido amigo, emblemático economista político del siglo XX mexicano, ejemplar servidor público, aguerrido taxonomista de nuestros grandes problemas y persistente constructor de formas y políticas para hacer del Estado un auténtico y consistente actor del desarrollo nacional. Fue una ceremonia festiva, rodeada de efemérides, pero también de angustias sobre el presente y sus lúgubres perspectivas. Ahora, tenemos que admitir que sigue dominando la escena política un inusitado voluntarismo presidencial, un cinismo político superior a las flagrantes violaciones a la ley perpetradas por el gobierno.
Ni para la sucesión presidencial ni para capotear lo que pueda caer de una economía cargada de pesares, estamos preparados. Nos acompañan una pobreza laboral y multidimensional que afecta a la mitad –o casi– de la población nacional; los panoramas sobre la educación básica, indican los expertos, dan cuenta de un severo déficit educativo; la nutrición es insuficiente, tal vez exacerbada por la pandemia y su encierro; el decaimiento productivo notorio; la fragilidad fiscal del Estado lo incapacita para atender quehaceres fundamentales: seguridad; bienes públicos, promoción de actividades socialmente necesarias…
El desafío a la legalidad lanzado por el Presidente y los suyos no tiene registro en nuestra larga historia del autoritarismo moderno; tampoco hay memoria de un Presidente convertido en director de un circo de su propia sucesión. La desfachatez en los aspirantes, quienes buscando el aplauso del Palacio se regodean con el incumplimiento majadero de la ley y el talante pendenciero de los dirigentes máximos del gobierno y su partido.
Crisis de gobierno y de Estado. Ruptura del estado de derecho y del orden constitucional. Anomia generalizada. Sí, pero no. El Presidente viaja y provoca por todo el país, y sus ayudantes en el circo de la sucesión hacen como que no lo son, que lo suyo es coordinar los esfuerzos
de sus correligionarios. Es decir, que no pasa nada. Ni pasará.
En septiembre habrá un gran coordinador y el candidato de Morena a la Presidencia bajará algún día del cielo… o el presidente López Obrador concluirá que tal descenso es innecesario, o inútil por costoso. Todo un quilombo, diría algún cono sureño sin aspavientos. Así son estos mexicanos que se ponen al filo de la sierra antes de ponerse de acuerdo. Todo un reto para quienes estudian las idiosincrasias. Y, desde luego, para los que presumían de exegetas de lo mexicano y sus derivadas en la política o los negocios.
Lo hecho estas semanas por el Presidente y su grupo es desalentador y muy agresivo. Nadie, ni los más denodados defensores del orden democrático que nos heredara la transición, habría imaginado tal huracán de embates desde el mismo Estado y contra el Estado y contra los pocos ordenamientos implantados para abrir paso a otro orden, uno efectivo y creíblemente democrático. Como en verdad nunca hemos tenido.
No es posible saber hasta dónde piensa llegar el Presidente, pero sí advertir que no buscará una gran reforma fiscal ni moderará su retórica antiempresa, disfrazada de una mala cantaleta antioligárquica que busca confundir a todos.
A la cascada de marrullerías se le ha denominado genialidad política, ignoro por qué, puesto que lo que el Presidente ha ofrecido es un elemental ejercicio autoritario inspirado en las peores anécdotas del priísmo tardío. Todo parece depender del aguante de la sociedad; de la confianza en que nadie se inmutará por el atropello majadero a la legislación electoral y en que, tal vez, hasta haya quien lo celebre. O que busque imitarlo, como trata de hacerlo la extraña coalición que no quiere decir su nombre y que pone reparos absurdos a una candidatura con reales posibilidades de prender y desarrollarse, como podría ser la de la senadora Xóchitl Gálvez. Veremos.