ras la primera vuelta de las elecciones presidenciales guatemaltecas (25 de junio), en las que de manera sorprendente el progresista Movimiento Semilla y su candidato presidencial, Bernardo Arévalo, lograron colocarse en la segunda vuelta con 11.77 por ciento de los votos, pese a que todos los sondeos anticipaban la victoria de la derecha oligárquica que se adueñó del país desde el golpe de Estado de 1954, ésta ha recurrido a una peligrosa maniobra que coquetea con el golpismo: la presidenta de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) ordenó al Tribunal Supremo Electoral (TSE) que detuviera la certificación de la primera vuelta, medida que sólo puede dictar el pleno de la SCJ. Por su parte, la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), encabezada por Rafael Curruchiche, instruyó a un juez que suspendiera la personalidad jurídica de Semilla, algo prohibido una vez que arranca el proceso electoral, y llegó incluso al extremo de allanar el TSE para detener la declaratoria de validez de la primera vuelta de los comicios.
Es pertinente recordar que el presidente en turno, Alejandro Giammattei, ha llevado una relación tensa con la Casa Blanca debido a acusaciones de favorecer a empresas rusas que extraen minerales estratégicos, pero en lo demás se ciñe al perfil de sus antecesores en la inocultable corrupción, el manejo faccioso de las instituciones, el autoritarismo y una cerril negativa a reconocer derechos de las mujeres, la diversidad sexual y otros grupos vulnerables. Cuando llegó al poder, la FECI lo investigaba por el presunto cobro de sobornos millonarios, pero el mandatario se apresuró a remover al titular de esa dependencia, Juan Francisco Sandoval, e imponer en su lugar a Curruchiche. Este personaje concentró y cerró todas las causas abiertas a Giammattei, y convirtió a la FECI en una agencia de persecución de fiscales, jueces y periodistas que hubieran participado en el combate a las fechorías perpetradas por políticos o empresarios. En este papel, Curruchiche y su jefa, la fiscal general Consuelo Porras, completaron el desmantelamiento de la justicia acometido por el ex presidente Jimmy Morales, quien cerró la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, una entidad creada con el auspicio de Naciones Unidas para coadyuvar a las autoridades locales en la lucha contra la arraigada podredumbre legada al país por décadas de guerra civil y política cupular.
Desde la época de Morales y en todo el periodo de Giammattei, se han inventado delitos a quienes denunciaron, documentaron y judicializaron la corrupción, obligados a exiliarse o enfrentar penas de prisión por faltas inexistentes.
En este escenario, la irrupción de Arévalo en la arena pública, y las posibilidades de que alcance el poder alguien ajeno a la espesa red de complicidades corruptas, encendieron todas las alarmas entre la oligarquía político-empresarial-castrense que maneja al país como un patrimonio privado. Para descarrilar la candidatura de este diplomático e intelectual, se han puesto en marcha las estrategias usuales de las derechas, como las campañas mediáticas que intentan presentarlo como un radical e incluso comunista (señalamientos irrisorios ante su trayectoria y formación).
Movimiento Semilla obtuvo un amparo que permite a su candidato continuar en la contienda por el balotaje que se efectuará el próximo 20 de agosto, pero los acontecimientos al sur del río Suchiate muestran la urgente necesidad de que las democracias latinoamericanas emprendan profundas reformas institucionales para desterrar de una vez por todas la lacra del lawfare, es decir, el cada vez más habitual empleo de los aparatos de procuración e impartición de justicia como instrumentos para neutralizar los mandatos de la voluntad popular y perpetuar el dominio de las élites. Está claro que el orden jurídico vigente crea poderes judiciales desviados de la justicia y cuyo talante antidemocrático ha quedado exhibido en Argentina, Brasil, Ecuador, Perú e incluso en México, donde muchos jueces, magistrados y ministros emiten en forma regular fallos favorables a intereses corporativos foráneos, potentados locales y la derecha partidaria, cuando no de la delincuencia organizada.