as distintas posturas ante las venideras elecciones han ido marcando con suficiente precisión sus contornos. La incidencia en visiones, por completo opuestas, surge con insistente frecuencia. Por un lado, se tiende a calificar la acción gubernamental como un completo desastre. Más todavía, como un error monumental, rayano en la cotidiana y perversa destrucción de instituciones. Un reguero de pendencias por doquier que descienden del sitial más alto del poder establecido. Una frase muy socorrida resume el pensamiento, tal vez obsesión opositora: el país se cae a pedazos. El contraste de estas cantaletas de la opinión conservadora, la mayoritaria, recogida, puntualmente por abundantes y diversas encuestas, es evidente, notable, se puede decir. La gente no ve esos que, para otros pocos, son calificados de monumentales errores. Por el contrario, sostienen, persistentemente, una positiva actitud de apoyo a la gestión del oficialismo.
Y por esa senda contrastada parece encaminarse la venidera contienda electoral. De persistir la obsesión conservadora, que predica un estado de postración y mala gestión de los asuntos públicos, el dictamen, en efecto popular, bien podrá ser contundente. La estrategia que la coalición conservadora ha preferido, de manera compulsiva, apunta a una marcada condena terminal. No aceptan modulaciones o puntos rescatables. Tampoco reconocen, los opositores, que ha surgido un nuevo modo de conducir la política del país. El antiguo régimen de connivencia entre los grupos de poder ha sido desplazado por uno legitimado por los votos. Son éstos los que han dictado la manera de ejercer el nuevo mando. Ya no se privilegian los intereses de la plutocracia como asentaba el modelo neoliberal. Tal situación, como práctica continua, ha sido expulsada del cuarto decisorio. Su desplazamiento fue incluso de sopetón y desde el mero principio del actual régimen. Y en esa tendencia ha persistido el oficialismo. Aquí se ha inaugurado y perpetuado, un ejercicio continuo de atenciones a los de abajo, al pueblo raso, como destinatario privilegiado de los recursos nacionales. Son ellos los que, ahora, inclinan la balanza pública en su favor.
Ya no se mira hacia arriba para atender necesidades y ambiciones de los antiguos mandones, inapelables y codiciosas. Ahora toca a los necesitados recibir las atenciones, antes negadas como malsana costumbre. De ahí que, este súbito cambio de prioridades, haya provocado reacciones encontradas de aquellos acostumbrados a imponer sus intereses. El contraste ha sido continuo y esforzado.
Se ha juzgado inaceptable y, por tanto, indispensable su combate en cada disputa, dentro de cada institución antes santificada. Pero las fobias conservadoras quieren trasladarse al siguiente periodo sexenal. Para lo cual se viene gestando todo un programa que antepone, hasta con supino coraje, la denostación del Presidente y de cualquiera que sea visto como su sucesor. Tal parece que el rechazo al cambio se injertó en la piel y conciencia conservadora.
No se quiere, bajo ningún tipo de alegato razonado, aceptar que esa amplia realidad, que reflejan las encuestas, corre pareja con las transformaciones ocurridas. No son errores ni destrucciones totalitarias, sino imperativos populares de cambio. Mutaciones que se corresponden con los sorpresivos datos que viene arrojando, por cierto, el acontecer nacional. Manera distinta de gobernar donde las transformaciones han ocurrido y se pide sean continuadas. Ya no se podrá modificar el rumbo. La gente ha penetrado en un sendero de mayor conciencia respecto de lo que le sucedía y, sobre todo, se ajustó con el nuevo cauce. Ahí piensan que les conviene y desean seguir.
Pero el disgusto, personalizado en el Presidente y sus modos de narrar sus decisiones se ha llevado a extremos indecibles. Se le ha tachado con superlativos epítetos despectivos. Y se ha llegado a creer que esa manera de verlo y calificarlo es generalizada entre los demás mexicanos. Sin atender lo que se oye y ve por doquier: un soporte positivo y arraigado, tanto a la persona como a sus acciones. Una realidad, mayoritariamente alejada de las denostaciones, las exclusiones y las condenas. Si la oposición insiste en una campaña de contrastes y negaciones, de anatemas y condenas finiseculares y terminales pronósticos, recibirán la repulsa que ya apunta esa opinión positiva de la mayoría.
Mientras, no son pocos los opinócratas aliados del viejo régimen, que vienen advirtiendo a la coalición opositora y sus adalides que tengan cuidado con sus muchas profecías de una actualidad caótica. Y deben tenerlo por la simple razón de que sus prédicas no se empatan con lo que sucede.