n la última semana y media, uno de los temas que ha ocupado mayor atención mediática es la publicación de los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (Enigh) que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) realiza cada dos años. Dicho estudio reviste una particular importancia por la cantidad de información que recopila, la amplitud de la muestra en la que se basa y por ser el insumo central para la medición de la pobreza en el país, por lo que sus datos se vuelven de manera instantánea materia de debate, interpretaciones y jaloneos dentro de la prensa, la academia y, por supuesto, la política partidista. Las preferencias electorales, las filias y fobias ideológicas y los intereses particulares o de grupo se convierten en las lentes a través de las que se examina, magnifica o minimiza cada cifra contenida en este trabajo estadístico.
Como para estimular el debate público, en su presentación de los datos levantados el año pasado, el Inegi incluyó los números de las tres Enigh pasadas (2020, 2018 y 2016), lo cual facilita hacer comparaciones, registrar tanto los avances como los pendientes, y contrastar la situación de los hogares mexicanos desde el último tercio del sexenio anterior y durante los dos primeros del que corre.
El hecho más relevante recogido por la encuesta es la reducción de la desigualdad, ligada de modo evidente al significativo incremento en los ingresos de los hogares más pobres: mientras el ingreso promedio subió 11 por ciento desde 2018 (en términos reales, una vez descontada la inflación que tantos estragos ha causado desde 2021), el de los hogares más pobres tuvo un salto de 19.3 por ciento. De este modo, la diferencia entre lo que ganan los más ricos y los más pobres se redujo de 21 a 15 veces en seis años, una brecha aún incompatible con la dignidad humana y con la democracia, pero mucho menor a la que había en 2016.
A mediados de mes, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) divulgará sus estimaciones del impacto de estas cifras en el combate a la pobreza, pero cálculos preliminares apuntan a que alrededor de 5 millones de personas lograron salir de la pobreza en el periodo, pese al bache que representó para la economía mundial la pandemia de covid-19.
El componente principal del ingreso de los hogares mexicanos es el salario, y en este sentido está claro que se han beneficiado de las tasas de desempleo históricamente bajas y del crecimiento de la oferta laboral de los últimos dos años. Pero en esta métrica es imposible subestimar el aporte de la política de recuperación del poder adquisitivo del salario impulsado por el gobierno federal. En los primeros cuatro años del sexenio, el salario mínimo tuvo subidas nominales de 16, 20, 15 y 22 por ciento, es decir, que siempre se mantuvo por encima de la inflación, incluso en los momentos más difíciles de la carestía. El rescate del poder de compra del salario mínimo es inestimable en un contexto en que 66.6 por ciento de los empleados (39 millones de personas) tiene ingresos de hasta dos minisalarios, pero además se ha demostrado que las alzas al mínimo tienen una repercusión positiva en los sueldos contractuales.
El otro elemento que sin duda hizo una contribución central a la mejoría de las percepciones económicas de los hogares más rezagados es el gasto social del gobierno federal, que no sólo es el más alto de la historia mexicana en términos reales, sino que se duplicó de 2018 a 2022. La distribución de recursos a través de transferencias directas tanto universales como focalizadas impulsó el bienestar de la población general, pero también de sectores abandonados por largo tiempo, como las personas de la tercera edad, los discapacitados o los pueblos indígenas. Es pertinente saludar los avances, apretar el paso para subsanar los rezagos que subsisten, y desear que la discusión y el análisis tanto de la Enigh como del inminente informe del Coneval se basen en los datos, en la comprensión del contexto y en el interés de aportar al bien común.