na de las vistas más fotografiadas por los turistas que recorren París es la que ofrece el cruce de las calles de Galande y de Lagrange. Sin ser torre Eiffel, Arco del Triunfo, Notre-Dame o Sacré-Coeur, en fin, sin encontrarse en ninguna guía de lugares que merece la pena visitar, esta vista es, así, un regalo inesperado, una sorpresa.
Sentada a una mesa de la terraza del Palais de la Griserie, un restaurante chino-tailandés situado en la calle de Lagrange a unos metros del cruce en cuestión, puedo ver uno y otro caminante detenerse frente a mi mesa para atrapar con su cámara fotográfica un testimonio más sólido, y acaso más duradero, que el recuerdo de su evanescente memoria.
¿Quién es y qué fotografía el paseante que deambula cerca de la catedral de París? Es probablemente un turista que se dirige hacia Notre-Dame con el deseo de contemplar, aunque sea desde este lado del río Sena, sus torres y lo que se alcanza a ver tras los andamios levantados para su restauración después del terrible incendio. Distraído o soñador, la ocupación y meta del caminante parece ser la de pasear. De pronto, en ese andar a ciegas / andar inmóvil en el aire inmóvil
, mira venir contra él la proa de un gigantesco barco que navega inmóvil: un edificio de siete pisos se eleva sobre su base en forma de triángulo isósceles presenta de frente, casi amenazador, la estrecha y largada pared de su proa.
Mientras enfoca la lente de su aparato fotográfico, el caminante puede mirar de reojo las calles laterales a la nave: al fondo del lado donde la de Galande gira hacia el Sena, puede ver un jardín, el square Viviani donde se hallan el árbol más viejo de París, un robinier, y la capilla contigua de Saint-Julien-le-Pauvre; del lado de Galande, la más antigua calle de la capital donde comenzaba el camino a Lyon, el paseante descubre una serie de edificios, de cuatro o cinco pisos, surgidos de los siglos pasados, del XVII y el XVIII, los cuales, aunque sin duda reconstruidos y restaurados una y otra vez, conservan las ventanas cuya estrechez protegía a sus habitantes del frío, las paredes inclinadas hacia el interior como si sus constructores se hubiesen asegurado así de un posible desmoronamiento y los techos a dos aguas para dejar deslizarse lluvias y nieves. Galande se inicia, frente al estribor del barco, con uno de esos edificios-gallineros construidos durante el siglo XX y donde se aloja un máximo de personas hacinadas en el mínimo de espacio. La vista que se ofrece al paseante es, pues, la de una conjunción de épocas, madeja de hilos del tiempo.
Mientras veo de reojo la fila de pasantes detenerse ante la perspectiva que se pierde tras las curvas de Galande y Lagrange, telefoneo a Tania, mi hija. Le cuento que soñé que David seguía vivo. En el sueño, mis dudas se borran cuando veo en el ataúd a un tipo desconocido que no es David. Salto del tiempo, guardo memoria de haber visto vivo a David después del anuncio de su muerte. Mi problema es cómo decir a Tania, sin asustarla, que su padre está vivo. Tan duro como decirle que ha muerto. Tania me dice que soñó lo mismo: David estaba vivo y regresó a su departamento.
Al colgar el teléfono, un hombre, apenas entrevisto mientras hablaba con Tania, se me acerca y extiende una hoja que pone sobre mi mesa. Veo los trazos de un dibujo. Descubro en sus trazos mi retrato. Le pregunto por qué. Por qué lo hizo, por qué me lo da. Parce que vous êtes belle
, me responde. Le digo que tal vez lo fui al mismo tiempo que se acerca Yan, el dueño del restorán, un ser tan refinado como sólo puede serlo un hombre proveniente de una antigua cultura, mira el dibujo y pregunta si conozco al autor, quien desaparece en un parpadeo. Ni tiempo de preguntarle quién es cuando descubro que no firmó el dibujo. Yan lo busca con la mirada, ese día y los siguientes. El hombre se desvaneció en el paisaje. En esa constelación de los tiempos, de vuelta de donde vino: el vecino país del nunca jamás.