l ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, acusó a al menos una docena de trabajadores de la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA) de haber participado en los ataques del grupo armado Hamas contra territorio israelí el pasado 7 de octubre. Pese a que Tel Aviv no informó de ninguna acción concreta que presuntamente hayan llevado a cabo los empleados ni presentó prueba alguna en su contra, y a que la ONU cesó de inmediato a las personas señaladas, Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Italia, Países Bajos, Reino Unido y Finlandia usaron la versión como pretexto para cortar el financiamiento a esa instancia que provee una asistencia vital a cientos de miles de palestinos confinados y bombardeados de manera permanente por las fuerzas armadas de Israel.
Está claro que el supuesto involucramiento del personal de la UNRWA en las agresiones contra civiles debe ser investigado a fondo y que, de hallarse responsabilidades, éstas deben sancionarse conforme al derecho internacional. Sin embargo, asfixiar a la agencia por los actos –debe insistirse, hasta ahora no probados– de algunos individuos representa un castigo colectivo a la población gazatí, lo cual constituye un crimen de guerra. Dicha práctica forma parte del repertorio de represalias sádicas e ilegales con que Tel Aviv busca acabar con la inquebrantable determinación del pueblo palestino a recuperar los territorios y la paz que le fueron arrebatados en 1948 por el colonialismo israelí, e incluye manifestaciones tan brutales el arrasamiento de barrios enteros porque una persona que vivía ahí pertenecía (según las fuerzas de ocupación) a alguna facción de la resistencia.
La percepción de que la embestida contra la UNRWA es una venganza del gobierno de Benjamin Netanyahu se ve reforzada por el hecho de que la denuncia tenga lugar la misma semana en que la UNRWA exhibió el enésimo ataque del ejército israelí contra áreas civiles perfectamente identificadas y en que la Corte Internacional de Justicia exhortó al régimen neofascista a permitir la entrada de ayuda humanitaria a la franja de Gaza y tomar las medidas necesarias para prevenir
el genocidio en sus operaciones militares. Cabe recordar que la ultraderecha israelí tiene todo un historial de cobrarse revancha sobre civiles inermes cuando sufre un revés ante instancias multilaterales o es llamada a respetar los derechos humanos, como ocurrió cuando la Asamblea General de la ONU reconoció a Palestina el carácter de Estado observador no miembro. En la actualidad, expresa abiertamente su intención de expulsar a la UNRWA de los territorios palestinos y ha obstaculizado de manera sistemática la entrada de víveres para auxiliar a las víctimas de su masacre.
Al sumarse al boicot contra la agencia, Washington y sus aliados envalentonan a Netanyahu para seguir adelante con el genocidio. Al mismo tiempo, desnudan el doble rasero y la inmoralidad que guía su política exterior: el asesinato en masa de mujeres y niños; el exterminio deliberado de periodistas; el bombardeo descarado de escuelas, hospitales y campos de refugiados; los tratos humillantes infligidos a los prisioneros y videograbados por los propios victimarios, y las declaraciones del Ejecutivo israelí animando a sus soldados a aniquilar a todos los gazatíes no han bastado para que el presidente Joe Biden y sus colegas retiren el respaldo militar, financiero, político y diplomático a Tel Aviv, pero una denuncia proferida por un funcionario israelí fue suficiente para dejar a millones de personas sin alimentos, medicinas ni combustibles.
Con las maniobras para expulsar a la UNRWA, Israel continúa la eliminación de todos los testigos de sus crímenes de guerra y avanza en su declarado propósito de reducir por hambre a la población palestina, volver imposible la vida humana en Gaza y culminar una limpieza étnica que ocurre a la luz del día. Ni todo el aparato propagandístico occidental podrá borrar la ignominia que mancha a quienes decidieron ser cómplices activos en la barbarie más grave, sistemática y explícita perpetrada en el presente siglo.