istóricamente, los movimientos sociales y estudiantiles han impulsado las transformaciones estructurales en todo el mundo, cuando los derechos a la libertad de expresión, de asociación y de prensa han sido ejercidos, pero no respetados por los diversos estados-nación. Esto produjo una serie de violaciones graves a derechos humanos que, por lo menos en México, no han logrado conseguir verdad y justicia para las familias de las víctimas, pero sí se ha conseguido que continúe viva la memoria de quienes nos hacen falta a través de la solidaridad y la organización de las juventudes defensoras.
Frente a los actuales contextos nacional e internacional, es indispensable reflexionar cuál es el papel de las juventudes en estas coyunturas y cómo es que la organización estudiantil y civil puede abonar a la construcción de paz en los territorios que habitamos. Los territorios y las comunidades han sido los nichos referentes para la defensa de la tierra a partir de la organización comunitaria, cuyos frutos han logrado la visibilización de las problemáticas de desigualdad que atañen a grupos en situación de vulnerabilidad, y con ello permitir el reconocimiento de sus derechos humanos.
Asimismo, las universidades también han fungido como núcleos de reflexión crítica y pedagógica sobre las realidades que acontecen en el país y en el mundo, generando espacios de diálogo y de acción para combatir esas injusticias sociales, siendo la libertad de expresión, de prensa y de asociación los pilares. Paradójicamente, en las últimas temporadas electorales resulta interesante analizar que las propuestas están dirigidas especialmente a las juventudes y su participación activa en procesos políticos y sociales. Sin embargo, no se han creado rutas para que esto sea posible, ni desmontado los discursos discriminatorios y estigmatizantes hacia esta población, primordialmente a quienes defienden las causas justas.
Por un lado, resulta preocupante que estos lugares sean los que principalmente atacan la violencia, los grupos del crimen organizado, la represión y el silenciamiento de la expresión de la indignación por las vidas olvidadas de las víctimas de las decisiones de las clases dominantes y hegemónicas de los estados. Aún más preocupantes es que las personas acompañantes solidarias de estas luchas sean criminalizadas y estigmatizadas por su denuncia hacia los actos de violencia que acontecen en los territorios. Por otro lado, que en tiempos electorales las juventudes sean consideradas bastiones políticos que les permitan conseguir
más votos, en lugar de comprometerse a cumplir a transformar las condiciones en que la juventud desarrolla su vida.
Por tanto, es necesario comenzar a desarticular los estereotipos y prejuicios hacia las juventudes y empezar a considerarlas actores políticos y sociales necesarios para que los cambios en las estructuras sean posibles. A poco más de medio siglo del surgimiento del movimiento estudiantil que logró anteponerse a los regímenes autoritarios, así como exigir el respeto a sus derechos humanos y dignidad en sus territorios, es importante preguntarnos ¿cómo involucramos a las juventudes en los procesos organizativos?, ¿cómo sostenemos esos diálogos intergeneracionales para que las luchas se aviven y se mantengan, para que no queden en el olvido y la apatía social? ¿Cómo compartimos y ampliamos los espacios para que las personas jóvenes puedan ser actores políticos y sociales activos dentro de los espacios de toma de decisiones?
Las juventudes no sólo somos el futuro, sino también el presente, al igual que la niñez, así que se vuelve indispensable que las generaciones que nos antecedieron puedan acompañar y fortalecer las luchas que sostenemos, así como revitalizar la memoria y la justicia para quienes hicieron posible que los derechos que tenemos hoy sean garantizados y ejercidos por nosotras, nosotres y nosotros. Nuestro compromiso como sociedad civil organizada podría ser que continuemos promoviendo y exigiendo a los estados que se respete la dignidad para todas las vidas en todos los territorios.