n grupo de estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa atacó ayer Palacio Nacional con vallas, petardos, cohetones y otros objetos, acto en el que resultaron heridos 26 elementos de la policía capitalina que resguardaban el inmueble, 25 de los cuales tuvieron que ser trasladados a hospitales debido a la gravedad de sus lesiones.
Tras la embestida, los manifestantes se retiraron del lugar, y hasta el cierre de esta edición la asamblea del centro educativo no se había deslindado de los hechos.
La protesta fue motivada por la liberación de ocho militares imputados por sus presuntos vínculos con el cártel Guerreros Unidos y por estar involucrados en la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa en la Noche de Iguala, del 26 al 27 de septiembre de 2014.
En este sentido, resulta incomprensible que la rabia de los alumnos se descargase contra la sede del Poder Ejecutivo, cuando la persona que ha liberado en dos ocasiones a los uniformados pertenece al Judicial, ubicado al otro lado de la calle.
Si se quisiera trasladar la responsabilidad de la liberación de los militares a una defectuosa integración del expediente por parte de la Fiscalía General de la República (FGR), sería necesario recordar que esta opera con autonomía respecto a la Presidencia.
Sin embargo, y más allá de lo que se piense del trabajo de la FGR para judicializar a los presuntos culpables, lo cierto es que esa institución no sólo capturó a los señalados, sino que volvió a conseguir órdenes de aprehensión contra ellos la primera vez que la jueza Raquel Duarte Cedillo les dio el beneficio de seguir sus juicios en libertad, e incluso ha pedido que los sucesos se juzguen como un crimen de Estado a fin de remover los obstáculos que se han presentado a la justicia.
En este contexto, es inevitable preguntarse por qué no se dirige ningún reclamo hacia el organismo del que procede la impunidad.
Además de un direccionamiento equívoco, la demostración de ayer en Palacio Nacional resulta inaceptable en su forma: el uso de petardos es una agresión que ya no debiera tener cabida contra ninguna persona o institución en un marco democrático.
Igualmente injustificable es que esta violencia se haya dirigido contra policías capitalinos que custodiaban Palacio Nacional, quienes son totalmente ajenos a los hechos de Iguala.
Ciertamente, la falta de resultados en el esclarecimiento del caso y la persistencia de múltiples impunidades son exasperantes para los padres de los muchachos desaparecidos, la comunidad estudiantil de Ayotzinapa y la sociedad mexicana en general; exasperación compartida, por cierto, por el gobierno federal.
Pero actos como los de ayer en nada contribuyen a avanzar en una tarea que se ha topado con muchos más obstáculos de los que se pudo haber supuesto: lejos de impulsar el esclarecimiento de lo ocurrido, el conocimiento del paradero de los 43 alumnos y la presentación ante la justicia de los cómplices de esa barbarie que no han sido imputados, sancionados, o siquiera identificados, socavan el apoyo social a una exigencia indudablemente justa.
En suma, este ataque no sirve a quienes desean esclarecer el caso y obtener justicia, sino que da argumentos a los partidarios de la represión y a quienes sostienen, con razón o sin ella, que el movimiento de Ayotzinapa es objeto de manipulaciones políticas.