En Las Ventas, un Isaac Fonseca transformado reivindica la tauromaquia, tradición confundida, degradada e indefensa en nuestro civilizado país

e puede creer o no en milagros, da lo mismo. Lo verdaderamente importante es que a veces los milagros suceden y quienes tenemos el privilegio de presenciarlos, sea en vivo o por transmisión televisiva directa, comprobamos que, en ocasiones, la ordinaria realidad consigue volverse extraordinaria, de una excepcionalidad milagrosa, al convertir el encuentro sacrificial entre un toro y un torero en suma portentosa de creaciones que propician la trascendencia de la tauromaquia.
Isaac Fonseca volvió a la plaza de Las Ventas el pasado miércoles 14 de mayo, luego de un serio percance sufrido ahí mismo el año anterior y de que el monopolio taurino y los conocedores casi lo desahucian por bajito, tremendista, bullidor, falto de sello, escasa técnica y otras lindezas, pretendiendo olvidar el rasgo que le ha permitido al torero moreliano abrirse paso en ruedos españoles: su entrega sin atenuantes.
El hombre aquí no descuella porque aquí ya no descuella nadie. El concepto de edad, bravura y trapío que manejan en México las ganaderías favoritas de los que figuran no da para faenas inmortales o trasteos recordables. Si a lo anterior se añaden los chatos criterios para combinar toreros y la pobre publicidad que emplean las empresas, estamos entonces ante el precolapso o desplome definitivo de nuestra tradición taurina.
En 35 años, las empresas taurinas más adineradas en la historia no han tenido idea de qué se trata esto y, en vez de proporcionar emoción y pasión a los públicos mediante la bravura de hombres y bestias en una oferta de espectáculo competitiva e imaginativa, mal han alcanzado mediocres niveles de diversión. Apareció entonces el gobierno de la Ciudad de México que, autosatisfecho, proclamó al mundo que su ideología protege animales –excepto en los rastros–, aunque aún no sepa cómo proteger personas ni atine a comprometerse con políticas ecológicas serias.
La ridícula propuesta de sólo permitir corridas incruentas sin trebejos punzocortantes y con los pitones de las reses forrados, es una demagógica medida prohibicionista para presumir de gobiernos civilizados cuando no se tiene idea de lo que constituye la expresión cultural de la tauromaquia. ¿Qué animó entonces a las despistadas autoridades a tomar tan grotesca medida? Pues esas casi cuatro décadas de trivialización del rito táurico a cargo de los cuates de los gobiernos en turno, incapaces de valorar y cuidar de tanto abuso tan singular expresión.
¿Y Fonseca qué? Pues que en la citada corrida supo brillar a grandes alturas gracias a unas autoridades responsables de exigir toros con edad y trapío, no penosas aproximaciones, como por acá. El torazo de la hazaña se llamó Brigadier, del hierro de Pedraza de Yeltes, y fue un bello rey de astas agudas y armoniosas, castaño de pelaje, que pesó 667 kilos, acudió hasta en tres ocasiones al caballo, la última desde los medios, y permitió, con su bravura, prontitud, fijeza, clase y son, que Fonseca soñara despierto y realizara una sobria y templada faena, más con la diestra, y ajustados remates, dejando al segundo viaje un estoconazo en lo alto. Hubo tanta verdad en ese encuentro del toro y del torero, que la plaza entera, emocionada, no divertida, demandó la oreja para Isaac y la vuelta al ruedo a los despojos de aquel excepcional animal. Por acá, nuestros emprezafios quieren convencernos de que montar una corrida emocionante no es afición comprometida sino ciencia. Por eso hoy cualquiera las prohíbe.