l presidente estadunidense, Donald Trump, anunció ayer que impondrá un arancel general de 50 por ciento a todas las importaciones procedentes de Brasil en represalia porque la justicia de esa nación sudamericana lleva adelante un proceso al ex mandatario fascista Jair Bolsonaro por su intento de dar un golpe de Estado en 2023 con métodos calcados de los que el propio Trump empleó en enero de 2021 con la misma fallida intención. Un día antes, expresó su propósito de gravar el cobre con una tasa de 50 por ciento, sin dar ningún detalle acerca de qué presentaciones del mineral se verían afectadas, a lo que el presidente de Chile –mayor productor cuprífero del mundo–, Gabriel Boric, respondió que en diplomacia no se hace política por redes sociales, sino mediante comunicaciones oficiales
. Por último, el inquilino de la Casa Blanca envió cartas a Filipinas, Brunéi, Moldavia, Argelia, Libia, Irak y Sri Lanka para notificarles que serán sujetos a tarifas de hasta 30 por ciento.
Fuera de la trama arancelaria, Trump acusó a su homólogo ruso, Vladimir Putin, de decir “pendejadas ( bullshit)” y lo amenazó con una nueva ronda de sanciones por no plegarse a la OTAN en el conflicto con Ucrania, mientras el secretario de Estado, Marco Rubio, anunció represalias contra la relatora de Naciones Unidas para los territorios palestinos, Francesca Albanese, por su valentía en denunciar el genocidio perpetrado por Tel Aviv y Washington contra el pueblo palestino, y en exhibir a las empresas que lucran con la limpieza étnica.
En conjunto, la andanada de agresiones lanzada por el trumpismo en el transcurso de unas horas muestra las alarmantes contradicciones entre los fines que éste dice perseguir y las políticas que despliega para lograrlos, así como entre el erosionado poder global de Estados Unidos y la omnipotencia que su presidente cree disponer. En cuanto al delirio trumpiano de que puede reconfigurar el comercio global y los equilibrios geopolíticos mediante aranceles, está claro que al magnate no le importa si los mismos son ilegales y arbitrarios, pero haría bien en darse cuenta de hasta qué punto resultan contraproducentes: es un sinsentido, por ejemplo, gravar un mineral estratégico como el cobre cuando supuestamente se persigue una reindustrialización acelerada; en lo inmediato, los precios de esa materia prima, de la que la superpotencia produce apenas la mitad de lo que consume, se dispararon en las bolsas de valores, lo que agrega un impulso inflacionario a su economía.
Más incomprensible es el castigo al modesto comercio con Irak: Washington gastó cientos de miles de millones de dólares de dinero público en destruir, conquistar y colonizar esa nación árabe a fin de que las grandes petroleras occidentales controlaran sus hidrocarburos, pero ahora Trump impondrá aranceles al botín de guerra, como si los beneficiados del saqueo fueran los iraquíes y no Estados Unidos. Lo mismo cabe decir respecto a Libia. La paradoja de este comportamiento es que Washington despliega el comportamiento más descarnadamente imperialista en más de un siglo en el momento en que su poder sufre una declinación histórica, sin dominio sobre el comercio, sin la incontestable primacía tecnológica que marcó su cenit, con una moneda en declive estructural y una economía que sacrifica 99 por ciento de la población para nutrir a una oligarquía insaciable.
El declive material va de la mano con la bancarrota moral e institucional de un país cuyo presidente dice abiertamente que no sabe si está obligado o no a respetar la Constitución, una Suprema Corte que convierte al titular del Ejecutivo en inimputable –a semejanza de los monarcas totalitarios–, una administración que pone todas sus capacidades al servicio del genocidio y un Estado que envía migrantes a campos de concentración.
A medida que se ahondan las brechas entre la belicosidad estadunidense y su hegemonía quebrada y entre su autopercepción como guardiana de la democracia y su conversión al totalitarismo, se hace evidente que la contradicción lleva a la todavía superpotencia a un desastre de proporciones inéditas. Lamentablemente, la caída estrepitosa y desordenada de Estados Unidos no es una buena noticia para nadie, pues conllevaría una desestabilización económica y política frente a la que casi ningún país puede considerarse blindado.