Noches de adolescente aterrorizado // Tembloroso espíritu de conservación // Dormitorios amplios en los años 50
omo es ya costumbre, desde hace tiempo mi teléfono jamás es contestado por persona alguna. La contestadora automática pide los datos mínimos al llamador para que, si yo tengo interés en el asunto que lo mueve a buscarme, me reporte a la brevedad o, en caso contrario, mi silencio sea la respuesta. Durante la pasada semana, encontré tres recados de una persona llamada Andrés, que me aseguraba haber sido mi compañero en la ya vetusta época preparatoriana de los años 50 y, por lo mismo también, condiscípulo y amigo de Othoniel (me parece recordar que Flores era su nombre de familia). Este Othoniel es el paisano mío recién incorporado a la columneta dentro de las andanzas y anécdotas que comencé a relatar la semana pasada, y que vinieron a cuento porque los diluvios que azotaron el sur de la ciudad hace unos días me retrotrajeron a días semejantes, sólo que a 70 años de distancia, lo que no les restaba lo angustiosos y sobrecogedores. Aquellas noches era yo un adolescente que, aterrorizado, no podía imaginar siquiera lo que pasaba en este nuevo mundo al que tenía horas de haber llegado. Al contrario, ahora, tengo mil explicaciones del fenómeno meteorológico, pero también el mismo tembloroso espíritu de conservación, al que nunca he terminado por ignorar. Veía las imágenes que la televisión trasmitía con su infaltable tono de “si usted compra sobrevive”: aproveche usted esta húmeda noche y adquiera con rebaja de temporada nuestras ofertas: colchas con respaldo de hidrófugo impermeable, almohadas de tela memory foam que pueden flotar para que la abuelita o los niños sean oportunamente rescatables. ¡Cámaras a la derecha, miren, allá otro auto flotando!
Apagué mi tele y me sumí en las imágenes de mi primera tormenta chilanga y también en el recuerdo de aquel joven San Cristóbal (patrono de los conductores y los viajeros), que sobre sus hombros nos transportaba a cerca de 15 paisanos, casi todos profesores de primaria, del tugurio en el que subsistíamos a la Torre Latinoamericana (a la que los recién llegados no dejábamos de intentar contar sus pisos desde las banquetas de enfrente). Othoniel, les dije, se llamaba este joven veinteañero, que era el doble de miserable que nosotros, pues subsistía, en sus mejores días, con la mitad de nuestra magra ración.

Los departamentos, que en aquel entonces ocupábamos, eran como los abuelos miserables de los que durante varios sexenios han venido construyendo organismos como el Fonacot, Sedatu, Fovissste: nuestros dormitorios eran amplios… con closets. Menos mal que nuestras pertenencias eran tan escasas que, en el armario, lugar colectivo, cabían y sobraba espacio. Por otra parte, el estrecho catre que constituía nuestro lecho resultaba suficiente, siempre que la talla del ocupante no pasara de regular. Mi recámara tenía una sola ventana con un singular panorama: otras ventanas, pues daba al cubo que constituían el edificio de enfrente y a los dos pegados al mío. Además de ser nuestra fuente de aire y de luz, el hueco, pese a todas las recomendaciones, era el fácil depósito de la basura colectiva. Mi ventana tenía los vidrios rotos, lo que provocaba que aun en la temporada de verano el frío de la madrugada fuese inaguantable. Mientras conseguía a quién encargarle que me repusiera el indispensable vidrio, las portadas y contraportadas de la revista Siempre (tamaño y grosor) cumplían otro propósito, además de adoctrinarnos cada viernes: amainar las corrientes y protegernos de los “aires colados”, más peligrosos que ser víctima de un aguacero o una granizada, según la medicina pueblerina (que yo todavía obedezco).
Dejo para más adelante platicarles, aunque anticipadamente desconfío de ganar su credibilidad, de cuántas personas habitábamos el departamento 201 del 38 de República de Chile, y desde qué horas teníamos que hacer cola para usar, por 10 minutos, el baño común cada mañana. También cuánto pagaba yo mensualmente por mis tres alimentos diarios (los meses de 31 días eran aparte).
Se me queda también pendiente, un recado para un amigo fuera de serie: Rodrigo Moya.