as elecciones generales realizadas ayer en Bolivia marcaron el final de un proyecto histórico que empezó a ponerse en práctica hace casi 20 años, cuando comenzó la primera presidencia de Evo Morales Ayma, en enero de 2006, y que buena parte de ese tiempo dominó, por medio del Movimiento al Socialismo (MAS), la escena política interna y fue una referencia obligada para los movimientos anticolonialistas, progresistas, soberanistas y de inclusión cultural en América Latina y en el mundo.
Pero este domingo, Andrónico Rodríguez y Eduardo del Castillo, los dos candidatos presidenciales surgidos del fracturado MAS, apenas habrían logrado, en conjunto, 11 por ciento de los votos. Dado que ninguno de los aspirantes alcanzó la mayoría absoluta, la titularidad del gobierno se disputará en una segunda vuelta a realizarse el 19 de octubre entre dos exponentes de la vieja clase política: Rodrigo Paz Pereira, hijo del ex presidente Jaime Paz Zamora, que obtuvo 32 por ciento de los sufragios, y el ex mandatario interino (2001-2002) Jorge Quiroga Ramírez, quien logró casi 27 por ciento de los votos.
El colapso del MAS obedece a múltiples factores y su análisis tomará tiempo, pero no es de ninguna manera sorpresivo. La agrupación llevaba ya años alejándose de las bases sociales que la llevaron al poder, la crisis económica erosionó su propuesta y la descomposición interna era ya inocultable en noviembre de 2019, cuando, tras unas elecciones en las que Evo Morales pretendía relegirse por cuarta ocasión, se desencadenó un violento golpe de Estado –respaldado por la Organización de Estados Americanos–, que instauró un régimen de facto, interrumpió durante tres años las políticas masistas y dislocó de manera irreparable la mayor parte de los logros económicos, políticos y sociales conseguidos en los años anteriores. Cuando el MAS recuperó la presidencia, en los comicios de 2020, con Luis Arce Catacora al frente, era ya una fuerza política carcomida por los disensos internos, las pugnas por el poder y el agotamiento de su programa.
Si se considera que en sus años de esplendor ese programa consiguió reactivar la economía con tasas promedio de 5 por ciento, que disminuyó la pobreza extrema de 36.7 a 16.8 por ciento de la población, que reivindicó con firmeza la soberanía nacional y que concretó innumerables avances en materia de derechos, el resultado electoral de ayer no puede dejar de verse como una tragedia. A partir del año entrante, y dependiendo del resultado de la segunda vuelta a realizarse en octubre próximo, el gobierno estará en manos del centroderechista Rodrigo Paz, beneficiario de la pérdida de apoyo popular al MAS, o del neoliberal Jorge Quiroga, furibundo opositor a las políticas sociales y de inclusión del periodo masista. Peor aún, y a juzgar por antecedentes, es de temer que uno u otro –ambos exponentes al fin de la oligarquía boliviana– adopten una política persecutoria y represiva en contra de los sectores populares.
Sin duda, el hundimiento de uno de los programas progresistas más radicales de cuantos surgieron en los primeros años de este siglo en América Latina debe ser motivo de reflexión, de escarmiento y, para las izquierdas bolivianas, de sincera autocrítica.