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Muerte digna
D

aremos un paso civilizatorio más como país con la Ley Trasciende para el buen morir del pueblo mexicano. Samara Martínez, su principal impulsora, llegó con su naturalidad, con su fuerza, con su determinación, y con ella y con la eutanasia está más del 70 por ciento de los mexicanos y más de 130 mil que hemos firmado un documento directo de apoyo al proyecto de ley en curso. Son números de la belleza y de la gracia. Qué torrente de comunidad, qué energía portentosa. Qué vínculo comunitario entre millones para hacer posible la más hondamente individual de las decisiones.

“Mi iniciativa busca dignificar el dolor humano y poner por principio la autonomía y libre elección de quienes sólo nos hemos dedicado a luchar contra el sufrimiento. En mi caso, tengo 30 años y un tercio de mi vida se me ha ido en ello”, son palabras entrañables de Samara.

Podremos acceder, abiertamente, a una muerte digna si estamos en el caso de un estado de salud deteriorado, al grado de no poder recuperar una salud decorosamente humana, y queremos despedirnos de la vida con integridad y con respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos.

Un padecimiento insuperable causa dolor moral profundo a la persona y a sus seres queridos. La muerte no es desdicha ni horror cuando es el término natural de la vida, sea cual sea la edad de la persona; la muerte es el último paso de la vida, el paso final hacia el fin de cada uno. La vida humana, como todo lo existente, es un proceso de cambio continuo. El Mictlán está a la vuelta de la esquina.

La muerte asistida existe en México en un espacio absurdamente clandestino. Muchas personas han debido valerse de ese procedimiento ilícito legalmente, pero plenamente lícito moralmente para las mayorías, según hablan por ello las encuestas con proporciones tan altas a favor de la muerte o el suicidio asistidos.

La ayuda al adiós definitivo ocurre de formas y en situaciones seguramente muy diversas. Es probable que la mayoría de las personas hayan sabido de alguien que ha dado generosamente esa ayuda, si no es que han tenido la oportunidad de obsequiarla a un ser querido.

En 1994 murió mi padre. Vivía en Guadalajara y enfermó gravemente a los 80 años. Mi hermana me enteró de lo que parecía una inminencia. Viajé hacia allá desde la Ciudad de México y encontré este cuadro: después de un largo padecer, estaba en un hospital privado, llevaba nueve días de delirar a todas horas por una fiebre altísima que por alguna razón no controlaban los médicos, no dormía y no podía comunicarse con nadie, ni nadie con él, mientras emitía ayes continuos. Estaba conectado a varias sondas. El cuadro no podía ser más terrible. Estaban ahí mi hermana y mi hermano, y estaba también la segunda familia de mi padre, su esposa y mis tres medios hermanos. Yo soy el mayor de los hermanos.

Hablé con cada uno y con todos en conjunto. Era necesario llevarlo a su casa a que terminara su vida ahí. Sin excepción, todos estuvieron de acuerdo. Pregunté a los médicos si había en el hospital quien pudiera asistirlo para terminar con ese sufrimiento. Uno de ellos me dijo que la vida la da y la quita “el Señor de los Cielos”, que a ellos correspondía prolongar la vida por todos los medios. Le respondí que los médicos no estaban prolongando su vida, sino su agonía. Pedí que le quitaran las sondas porque íbamos a trasladarlo a su casa. El médico responsable me lanzó una admonición: sobre su responsabilidad recaerá la muerte de su padre.

Dos días más tarde, murió en su casa en medio de un sufrimiento físico horrible, entre la fiebre y el delirio. Nadie debería morir así. Pero todos los días deben terminar su vida muchas personas, en medio de su dolor y el de su familia. Cuánta falta hace la Ley Trasciende.

Como Samara, quiero tener el derecho de pedir el suicidio o la muerte asistida, si llegara el caso de encontrarme en una condición indeseada. Por lo pronto, cuento con mi Documento de Voluntad Anticipada, firmado ante notario.

El Estado laico, que forma parte de la vida de todos, debe flanquear el proceso de aprobación del proyecto de ley en el Congreso. La Iglesia y, claro, el PAN, pondrán piedras en el camino, pero debemos contar con ello y llevar las cosas a su sitio: tener una muerte digna si una persona indistinta lo desea. Salvaguardar ese derecho, ejercerlo o no, según el deseo y las creencias de cada uno.

Si en Estados no laicos, como el de España, la muerte digna es posible, en México ese derecho debe ser bienvenido. Ya el pequeño Uruguay, siempre en la avanzada de América Latina, lo ha hecho suyo. Sumémonos.

El derecho a la autodeterminación sobre la propia vida y el cuerpo es parte de una sociedad civilizada; es propio de la Santa Inquisición criminalizar esa autodeterminación. Es propio del oscurantismo más retrógrado negarse a impedir el sufrimiento físico y moral de las personas en cualquier momento; lo es especialmente cuando están en el fin de sus días. Es propio del humanismo proteger celosamente un acto de piedad por quien sufre sin esperanza.