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Sergio Ramírez*
Los palacios desiertos
Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu wa za Banga no es un trabalenguas, sino el nombre completo de quien un día fuera el dictador omnímodo del Congo. Si sus cuentas no le hubieran fallado, todavía seguiría como presidente vitalicio, dueño, además, de los títulos que él mismo se había conferido, como suele suceder en estas historias de "había una vez un tirano...": padre amantísimo de la patria, guía de la nación, faro de la juventud. Trujillo, Duvalier, Somoza son algunos de nuestros propios ejemplos.
Mobutu se mandó construir un palacio versallesco en Gbadolite, la aldea de chozas de lodo y paja donde había nacido, y llenó sus decenas de salones de pisos de mármol con todas las extravagancias posibles: gobelinos franceses del siglo XVI, muebles estilo Luis XIV comprados al por mayor en almacenes de anticuarios, fantasías revueltas de su gusto pervertido. Cuando aquel palacio no le pareció suficiente o se aburrió de sus mármoles y decorados, se mandó a hacer otro, esta vez de estilo chino, con lacas y marfiles, y luego otro, quizás gótico, y uno más, a lo mejor renacentista.
No ha sido el único. Jean Bedel Bokassa se proclamó emperador de la República Centroafricana y se dio a hacer una corona salida de las manos de los mejores orfebres parisienses que costó 30 millones de dólares, y las fiestas de su coronación, fastuosas como pocas, duraron diez días. Una extravagancia tras otra, porque Idi Amín Dada, el dictador de Uganda, además de sus villas de descanso, sus zoológicos privados y sus cotos de caza, coleccionaba por centenares los trajes de seda italiana, así como, lejos de allí, Imelda Marcos coleccionaba en Filipinas zapatos que no le hubiera alcanzado la vida para ponérselos todos a razón de un par por minuto.
Gbadolite, la aldea en lo profundo de la selva congoleña, donde Mobutu construyó sus palacios, pasó a ser muy pronto una ciudad con bancos, hoteles y casinos de juego anunciados con espectaculares rótulos de neón, como en Las Vegas, y un aeropuerto de lujo que le prestó al dictador su último servicio, pues allí se subió en un destartalado avión de carga para huir, ya cuando sonaban cerca los balazos de sus perseguidores, mientras los habitantes de aquella Disneylandia que había inventado entraban en tropel a saquear sus palacios. Hoy, la selva se traga esos palacios desiertos, las raíces de los grandes árboles rompen las losas de mármol y las lianas se enredan en las paredes despobladas ya de gobelinos, en un abrazo de muerte.
Una cierta cultura política en tanto pretensiosa nos ha llevado a hablar siempre de "lo africano". Dictadores africanos, como ejemplos supremos de la perversión y el delirio, o del enriquecimiento sin fronteras. La corrupción africana, la pobreza africana. Países que de tanto que han sido saqueados van desintegrándose en la más triste miseria. Y mejor nos fingimos lejos de esas realidades, que preferimos ver como exóticas, olvidando que en América Latina somos capaces de asombrar a otros como inventores excelsos de corrupción y de pobreza.
Ni Mobutu ni Bokassa ni Idi Amín distinguieron nunca entre lo que eran los recursos públicos, infinitos desde su perspectiva enfermiza, y lo que era el honesto salario que alguien gana por trabajarle al Estado, aunque sea desde la posición más encumbrada. No pocas veces sucede que un presidente sube al poder y lo primero que se le ocurre es que debe vivir en una casa que no desmerezca de su condición. Por allí se empieza. Hacerse de un palacio donde quepa él con su familia, con su corte y con sus guardaespaldas, y rodeado de jardines y los jardines rodeados de muros. Ese se vuelve el símbolo africano del poder en América Latina, o el símbolo latinoamericano del poder en Africa, podemos escoger. De allí en adelante, ya todo es enriquecimiento sin medida, más mansiones, más haciendas.
De todo esto me he acordado la última vez que me senté a conversar en un hotel de Managua con don Patricio Alwyn, el ex presidente de Chile, que vino a dictar unas charlas sobre la ética y la política, un tema que pocos como él están autorizados a abordar. Conocí a don Patricio cuando ya no era presidente, porque me tocó en suerte trabajar a su lado como miembro de una comisión que debía presentar un informe sobre la realidad social de América Latina ante la Cumbre de Estocolmo. Y una noche en Santiago me invitó a cenar a su casa. Era la misma casa modesta que tenía antes de ser presidente de Chile, y él mismo y su esposa hacían los honores de la mesa, sin camareros, sin ningún aparato protocolario, como una pareja de retirados que jamás hubiera pasado por los esplendores republicanos del Palacio de la Moneda. Don Patricio se había ido del poder sin haberse hecho construir ninguna mansión de nuevo rico poderoso, sin ninguna villa de descanso, sin ninguna hacienda de ganado, sin ningún viñedo, y estoy seguro que hasta los regalos de Estado deben haber dejado inventariados en alguna bodega.
Una tradición republicana ésta, la de la honradez meticulosa y la sencillez de vida, de la cual deberíamos sentir una honda nostalgia en tiempos como los actuales. Esa misma tradición que me recuerda también al presidente de Costa Rica, don Otilio Ulate, que se iba a pie de su casa a su despacho y en una de ésas, al atravesar la calle frente a la Plaza de la Artillería en plena avenida central de San José, lo atropelló un ciclista, y no tenía a sus espaldas ni siquiera un custodio que lo ayudara a levantarse del suelo. * Escritor nicaragüense. www.sergioramirez.org.ni
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