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León Bendesky
Menos
Hcacer más con menos es uno de los principios en que se basa la política económica desde hace muchos años, pero la verdad es que sólo logra hacer lo obvio, es decir, menos con menos. Es cierto que en la administración del gobierno, como ocurre también en casi todo tipo de organizaciones, se puede hacer mejor uso de todos los recursos de los que se dispone y aprovecharlos mejor. Pero ese principio elemental tiene un límite cuando se trata de los recursos públicos que deben usarse a favor de la sociedad. Vaya, la política pública tiene otros referentes, más extensos, en cuanto a los criterios de eficiencia y de rentabilidad con los que opera. La política es distinta de la administración de los asuntos privados y, en especial, de los negocios privados, y reconocer esto no significa, como si hubiese necesidad de decirlo, que se justifique el derroche o la irresponsabilidad. La confusión entre lo que es de dominio público y lo de dominio privado ha sido muy costosa en la historia de este país y es una de las limitaciones cada vez más apreciables de las reformas de las dos últimas décadas.
La única manera de hacer más con el gasto público es aumentando en serio los recursos del gobierno y, sobre todo, teniendo los controles institucionales para vigilar las asignaciones fijadas por la ley y las formas de su aplicación. De otra manera, como se sabe bien, los fondos acaban siempre en otro lado. El residuo de las prácticas de la gestión pública, basadas en alguna teoría económica, o de las partidas de la contabilidad nacional, es generalmente atribuible al robo, a la corrupción o a la permisividad asociada con el modo de ejercer el poder político. La política fiscal, que incluye la azarosa reforma y el continuo conflicto presupuestal, sólo podrá hacer más con más ingresos, pero no es irrelevante cuáles son sus fuentes de los recursos públicos.
El gasto programable (aquel que no considera el pago de los intereses de la deuda) está en el nivel más bajo con respecto al producto desde hace 20 años y con eso sólo puede hacerse cada vez menos. Los resultados de esta enorme deficiencia en la gestión gubernamental se notan de modo creciente en el país y ello, por supuesto, actúa como un ancla en cualquier proceso serio de crecimiento sostenido y, por supuesto, para cualquier desarrollo de la sociedad. Desde principios de la década de 1980, los sucesivos gobiernos han promovido una serie de reformas, algunas necesarias, aunque no siempre bien articuladas, otras que han sido de plano mal hechas y unas más que han quedado pendientes. Entre las reformas pendientes está, sin duda, la reforma fiscal y la gestión políticamente eficaz del presupuesto federal.
El ordenamiento fiscal que requiere el país se pospuso durante muchos años, cuando era a todas luces evidente que la evolución de la economía y la creciente desigualdad social la exigían a gritos. En cambio, se aplicó un fuerte ajuste a las finanzas públicas, es decir, se redujo el déficit medido de manera convencional y simple: los ingresos menos los gastos. A partir de ese ajuste se llevó el déficit desde un nivel absurdo de 16 por ciento del PIB registrado al final del sexenio de 1982 hasta menos de uno por ciento actualmente. Con ello se pregonó la salud fiscal del Estado, pero faltando a la verdad, pues bien se sabía que estaban ocultas abultadas deudas que deben ser pagadas. Ya se están reconociendo en parte esas cuentas contingentes, pero todavía se hace la política fiscal y se debate en el Congreso el presupuesto federal como si en realidad no existieran. Verdades a medias que en la cuestión fiscal sólo sirven para posponer las dificultades. Ahora no sólo la economía está agarrada de "tachuelas", sino que hasta el ex presidente Zedillo, que llevó al extremo la falacia fiscal, llama a respaldar la iniciativa de reforma de su sucesor.
No debe extrañar que en este marco de mala gestión pública, ejercida sin ningún contrapeso institucional de rendición de cuentas, hoy esté prácticamente estancada la reforma fiscal, cuando menos la que necesita esta sociedad, y que además el presupuesto esté de nuevo tan parchado como ya se ha hecho costumbre. La iniciativa de reforma fiscal lleva meses en el Congreso y no ha habido un avance significativo. Las propuestas alternativas que presentaron los partidos se discutieron abiertamente durante unas semanas y luego se enfriaron. Al final, la fracción del PAN en la Cámara de Diputados sugiere otra vez cargar el IVA a los alimentos y devolver más dinero a la población más pobre. Una vuelta de contorsionista a la versión original del Ejecutivo que, la verdad, muestra muy poca imaginación y capacidad política. El PRD, que parecía que iba a poder articular una alternativa creativa que desatara un debate a fondo de la cuestión de los impuestos, perdió el impulso y ha sido incapaz de promover un proyecto alternativo para aglutinar una propuesta política de más largo aliento. El PRI, mientras tanto, con esa nueva aureola de responsabilidad opositora que se quiere dar a sí mismo, no acierta tampoco a ofrecer nada que rebase las exigencias más inmediatas.
Este entorno hace ver la situación de 2002 bastante complicada. El gobierno sigue haciendo la política económica con el Congreso básicamente con las mismas prácticas de sus antecesores. A veces parece como la táctica del peleonero del barrio, acostumbrado a que se le obedezca y dispuesto a dar un golpe cuando es necesario. En su descarga debe decirse que el Congreso tampoco se ha convertido en un poder suficientemente capaz de establecer un contrapeso útil socialmente. Hoy la expectativa es que de haber reforma fiscal será mucho menos relevante que lo que indican los discursos sobre su imperiosa necesidad. La posibilidad más real es que se acabe donde no se quería, en una miscelánea que servirá para acabar el año de vigencia del próximo presupuesto, y luego el jaleo otra vez, sin que se pueda dar un mínimo de certidumbre sobre la conducción política y financiera de los recursos públicos. El presupuesto federal sólo será una herramienta útil y poderosa de la gestión económica cuando se convierta en expresión legítima de los acuerdos políticos y en instrumento de cohesión social. Así, podremos irnos aproximando a lo que se necesita de veras y que es hacer más con más, no hay de otra.
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