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ARGENTINA: DEVALUACION DE LA ESPERANZA
La
anunciada devaluación del peso argentino, decretada ayer por el
gobierno del presidente Eduardo Duhalde y que cobrará vigencia a
partir de pasado mañana, es una medida necesaria pero dolorosa y
exasperante en muchos sentidos: por un lado es la confirmación definitiva
y última del fallecimiento de una prolongada ficción económica
que, durante buena parte de la década pasada, hizo pensar a muchos
argentinos que su país había abandonado, en forma permanente,
los ciclos infernales de la inflación y la recesión; en la
aplicación de esa quimera menemista y cavallista, la nación
sudamericana perdió su soberanía monetaria y, a la postre,
no ganó nada; por el otro, la devaluación tuvo, desde antes
de entrar en vigor, un efecto inmediato doblemente desolador en la circunstancia
argentina actual: desató alzas de hasta 40 por ciento en los productos
esenciales, esos que los habitantes del país hermano no podían
adquirir, de todas formas, ni siquiera a sus precios anteriores.
Más allá de las implicaciones referidas,
la medida gubernamental de ayer resulta exasperantemente paradójica
porque, siendo indispensable, no va a resolver nada, como lo sabe desde
ahora todo el mundo. Con o sin devaluación, el grueso de la actividad
económica argentina se encuentra entre paréntesis, con todo
y lo desastroso que ello resulta para la mayoría de la población,
y así seguirá en tanto el gobierno de Duhalde, o sus sucesores
directos o indirectos, no logren convencer a los organismos financieros
internacionales de que aflojen el cerco crediticio que pesa sobre la nación
sudamericana, que se intensificó a raíz de la moratoria de
pagos decretada por Adolfo Rodríguez Saá, uno de los varios
ocupantes que ha tenido en las dos últimas semanas el sillón
presidencial.
La "consideración" demandada por el ministro de
Economía de Buenos Aires, Jorge Remes Menicov, al Fondo Monetario
Internacional y al Banco Mundial, un eufemismo que en realidad es una petición
de clemencia y conmiseración, no será, sin embargo, fácil
de obtener, toda vez que ambas instituciones demandan, no el establecimiento
de una paridad (1.40 pesos por dólar), como lo hizo ayer el gobierno,
sino un régimen de libre flotación que, de adoptarse en el
momento presente, podría conducir a la divisa argentina a un abismo
cambiario.
En otro sentido, con o sin devaluación, el problema
real es que, por alguna misteriosa razón, los bancos no tienen en
sus arcas el dinero de los depositantes y que, cuando se reanuden las operaciones
bancarias, el miércoles próximo, seguirán sin poder
retirar sus ahorros.
Resulta escalofriante constatar las semejanzas de la circunstancia
argentina actual con lo que ocurrió en años recientes en
nuestro país: el arrasamiento económico legado por un gobierno
corrupto y privatizador -el de Menem y el de Salinas- es convertido en
magna crisis por las ineptitudes y las torpezas de su sucesor -llámese
Zedillo o De la Rúa. Lo más inquietante es que, en el contexto
de las reglas del juego económico-político global, nada garantiza
que un ciclo semejante no vuelva a presentarse en cosa de unos años.
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