Hermann Bellinghausen
Amsterdam Street
Fácil, dijo. Pones un pie adelante y otro...
-Detrás -creí completar.
-No interrumpas. No. Pones un pie adelante, y el otro
también.
A esa edad yo ya era impaciente. Lo que no era fácil
no me agradaba. Me hubiera gustado nacer sabiendo, no por ambición
de sabiduría, sino para no perder el tiempo aprendiendo. Ha de ser
por eso que salí tan vago.
Nati era la prima grande, no me animaba a mirarla derecho
a esa edad mía tan prehormonal, no fuera a gustarme. Era goyim,
de mamá mexicana. Su padre, tío Abra, un librepensador de
marca, en mi casa no era bien recibido, rompía sistemáticamente
todos los preceptos y hablaba en la mesa de placeres como comer cerdo o
fornicar en Shabat. Hasta Nati se apenaba de las majaderías de su
papá. Como si las del mío, en su estilo, no hubieran sido
tan bárbaras.
Mi mamá, ortodoxa de cuna (nieta de rabino, pues),
prefería a la morocha tía Lourdes Ruiz, mamá de Nati,
que a su propio hermano Abraham. Decía que él era un mal
ejemplo para los niños. Tuvo razón. El tío Abra fue
una influencia determinante para mí. En esos años, muy antes
de mis catorce, ya miraba yo hacia afuera, y alucinaba mi casa. El machismo
soterrado de Reuben, mi padre, dedicado a ganar dinero en la relojería,
una de las más elegantes y caras de la ciudad. (Elegante y todo
su negocio, él hablaba como carretonero, albureaba bien, con muy
mal gusto; creció en La Merced, y exageraba sus esfuerzos por ser
aceptado como mexicano). Y el matriarcado estridente, tan de pies de barro,
que mamá tendía a compensar sobre nuestros lomos.
-¿Por qué lo haces tan difícil? Fíjate
en mí. No te balancees, que así es como te caes.
Extendió la mano y tomó la mía. Una
descarga eléctrica. Me sorprendí. Me fijé en ella.
Lo raro era que ella se estaba fijando en mí. Nati era, dije ya,
la prima grande. Qué podía ver en mí. ¿Mi según
ella facilidad innata- Bah.
Nos encontrábamos al borde de la acequia junto
a su edificio, entonces ya viejo, en la Hipódromo Condesa. Nada
que ver con el excesivo penthouse en la parte alta de Polanco donde vivíamos
nosotros, cerca de las nubes. ¿Qué serían aquellos
de la calle Amsterdam? ¿Siete pisos? Mi relación con el vértigo
siempre ha sido impredecible. Una veces me da, otras no. Cuando me da,
las piernas se me aprietan como si los nervios musculares se apeñuscaran
en formación de gárgola. Cuando no me da, no siento eso.
-Sabes qué -me dijo recorriéndome con la
vista de pies a cabeza.
-¿Qué? -balbuceé, sin el menor rastro
de vértigo.
-De grande, tú vas a saltar bien.
-Ah -dije distraído. Aunque estábamos al
borde del pretil o precipicio, yo no estaba pensando en eso. No pensaba
en nada, aprendía a sentir el vacío.
-Fácil -repitió.
Movió la cabeza indicándome al frente, mientras
ella hacía lo propio. Fui más lento, pues me entretuve, embelesado
malgré moi en su perfil.
-Mira para allá -sonreía al saberse mirada.
Miré al frente sin soltar su mano. En el camellón,
abajo en la calle, alguien se había dado cuenta y gritaba haciendo
ademanes: cuidado, cuidado.
-Concéntrate -dijo Nati.
Me concentré. Apretó ligeramente mi mano.
Sonreí, serio. Pasaron unos segundos, me sentía ligero, pero
fuerte. Nunca he conseguido explicar la sensación.
-Ahora -dijo Nati en el momento en que yo mismo echaba
el impulso adelante sin esperar su instrucción. Debió durar
un instante. Para mí fue eterna la sensación del vacío
por los cuatro costados. El panóptico sin piso. La mente en blanco
y la vida en rosa. La levedad traviesa. Nuestros pies tocaron el borde
de concreto de la otra azotea, al extremo de la acequia que nos contemplaba
con la boca abierta siete pisos más abajo. No caímos, habíamos
hecho un trayecto horizontal; como flechas, no como canguros.
Esa fue mi primera lección de vuelo. Recibí
otras. No de Nati, que se fue a Francia ese mismo año, y de ahí
pal' real en un kibutz. Aunque tenía ya resuelta la ruptura con
la religión de su madre y con la nuestra por igual, "buscaba sus
raíces". A saber qué encontró. Allá, como acá,
no debió ser mucho, pues desde el 90 vive en Canadá. A la
hora de la hora no resulté tan precoz, por indolente, pero he tenido
suerte en general, no faltó quien me enseñara un poco más.
Estará mal que yo lo diga (la modestia nunca ha sido mi fuerte:
una parte de mi educación judía de la que no me sustraje
nunca). Pero tenía facilidad, la mera verdad. Se notaba. Nati tuvo
razón: yo iba a saltar bien. Bueno, a veces dos-tres. Me he llevado
mis tortazos, pero quién no. Quizás sólo Nati nunca.
Bueno, yo qué sé.