Adolfo Sánchez Rebolledo
Servidores vs. militantes
Como era previsible, la opereta terminó con la reposición del procedimiento establecido por la ley que a la torera se había saltado el jefe de Gobierno y con el no tan sorpresivo nombramiento de Marcelo Ebrard, quien regresa al foro capitalino tras una ausencia de más de una década.
Andrés Manuel López Obrador dejó pasar la ocasión, impuesta por el forzado e inexplicado traslado partidista de Leonel Godoy a Michoacán, para fijar ante el respetable sus propias ideas acerca del estado de la seguridad de la capital, saliendo al paso de las inquietudes de numerosos capitalinos que siguen sin escuchar respuestas convincentes de parte de la autoridad.
Pero no pasó nada, pues el escándalo se desinfló sin pena ni gloria con el reordenamiento de las piezas en la administración capitalina y el malestar de una ciudadanía que entiende cada vez menos las disputas del poder. Ni siquiera sirvió para reflexionar en serio sobre la conveniencia de revisar las disposiciones legales que rigen al Distrito Federal, ya que todo se redujo a un forcejeo sin sentido que nos podían haber ahorrado. Sin embargo, quedan pendientes dos temas: el debate sobre seguridad y justicia y la discusión más particular sobre el vínculo partido-gobierno, puesto en entredicho por este episodio.
Los temas de la seguridad ya no pueden pensarse y menos resolverse atendiendo exclusivamente a las medidas policiacas tradicionales, cuya crisis en el mundo es tan notoria que incluso en un país tan desarrollado como Francia el presidente Jacques Chirac se atreve a decir: "Francia se ha convertido en un lugar verdaderamente peligroso, donde nadie está al abrigo, nadie se siente seguro", lo cual desmiente la idea provinciana de que la delincuencia es primordialmente una flor exótica del subdesarrollo.
Está visto que las soluciones no son tan simples como cambiar a un jefe o poner en servicio unidades militarizadas para combatir el delito. La aparición de una criminalidad globalmente organizada y el desajuste de la sociedad entera a causa de las nuevas tendencias económicas, demográficas o incluso religiosas del mundo posmoderno, así como el tráfico ilegal de personas, mercancías y drogas, crean o multiplican formas del delito antes excepcionales: el uso irrestricto de la crueldad y la violencia para obtener lo que se pide.
Los secuestros, asesinatos, robos y violaciones que permanecen impunes agigantan la dimensión del horror colectivo, las ansias elementales de venganza, que no siempre se traducen en la exigencia legítima de justicia legal. Una de las consecuencias de esta espiral es la creencia de que la falla está en la supuesta flexibilización de los métodos represivos en beneficio de los derechos humanos, y no en la debilidad sustantiva de las prácticas judiciales, demasiado complacientes con la criminalidad, pero inútiles para imponer tranquilidad en la desordenada vida de la sociedad. Como resultado soportamos estoicamente a los delincuentes amparados en la impunidad y además a los predicadores de la "tolerancia cero" que, sin decirlo, limitan la libertad, politizan el tema o lo llevan a un callejón sin salida. No sorprende demasiado que el discurso de las bien conocidas Famas del panismo ilustrado contra la corrupción de la autoridad se aderecen con toda suerte de invocaciones a la pena de muerte y, en general, al endurecimiento de los castigos impuestos a los delincuentes.
Por otra parte, decir que no hay funcionario imprescindible es un lugar común o una tautología, pero debe admitirse que los funcionarios encargados de la seguridad tienen que especializarse, hacer carrera y huesos viejos en el puesto, pues de otra forma nunca se tendrá un cuerpo profesional potencialmente renovable, sino camadas de políticos (o militares, da lo mismo) improvisados, cuyo principal interés no está en vestir el uniforme azul policial, sino en calzarse la botas del poder político para usar una mala imagen.
Cierto que los militantes se deben a su partido, y los políticos no tienen más vocación que el poder, pero los funcionarios que están sujetos a la normatividad de los servidores públicos debieran comprometerse, al menos moralmente, a rendirle cuentas a la ciudadanía antes que a su capilla. Ya pasaron los tiempos aquellos en los cuales se decía que el partido podía hacer de una escoba un general o a la inversa. Tomar los puestos públicos como un escalón en la carrera partidista sin consideración por los intereses de las personas a las cuales un gobierno sirve es un error grave que se ha cometido muchas veces, una distorsión de la relación Estado-partido que a estas alturas la izquierda no debería permitirse.
Una vez que entran a la administración, el partido debe evaluar el desempeño de "sus" funcionarios con tanto o mayor rigor que la sociedad, para elevar las miras de su propia conducta moral, pero también por razones de simple eficacia política; de lo contrario estaría aceptando su renuncia a formar los cuadros de Estado realmente profesionales que lo pondrían en ventaja frente a otras opciones partidistas. Tiene que hacer como si le interesara servir a la sociedad desde el gobierno. ƑSerá?