Alvaro Sierra
Tánatos se cierne sobre Colombia
Una manida frase de Marx reza que la historia se repite
dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. La intervención
televisada con la que el presidente colombiano Andrés Pastrana anunció
el lunes en la noche que rompía las negociaciones de paz con la
guerrilla de las FARC, ha invertido esa fórmula.
Pastrana no sorprendió a nadie al anunciar que
el secuestro de un avión comercial con un senador a bordo, ese día,
había "llenado la copa" y hacía imposible continuar con los
diálogos que adelantaba con las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), un grupo de campesinos
que hace 37 años se alzó contra el régimen colombiano,
acusándolo de excluyente y oligárquico, y hoy cuenta con
unos 18 mil hombres en armas. El proceso de paz, como han llamado los colombianos
a estas negociaciones, parecía hace tiempo más bien un proceso
de guerra.
Amplias capas de la sociedad, hastiadas de la violencia
guerrillera y desatinos oficiales durante las negociaciones, se inclinaron
en estos tres años y medio hacia quienes llamaban a romperlas y
declarar la guerra. En octubre el gobierno, sin margen de maniobra por
su propia falta de coherencia, pasó de ceder en muchos terrenos
a endurecerse frente a las FARC. Un pacto logrado en enero, después
de que la intervención internacional sacara a las negociaciones
de su más grave crisis con el compromiso de las partes de llegar
el 7 de abril a una "tregua con cese de fuegos y hostilidades", nació
condenado. El gobierno exigía de la guerrilla un cese total de hostilidades
militares para después discutir los puntos políticos, económicos
y sociales de la agenda; aquella puso como condición un "cese de
hostilidades social" de parte del establecimiento y se embarcó en
una oleada de atentados que inclinó la balanza en favor de los partidarios
de la guerra.
Parece
fuera de duda que las FARC son responsables del secuestro así como
de la voladura de un puente en el departamento de Antioquia, a causa de
la cual una madre y su bebé se ahogaron al caer al agua la ambulancia
que las transportaba. Como otras veces, dijeron "no tener información"
del primer incidente, pero no lo ne-garon en el comunicado que difundieron
ese día, atribuyendo la ruptura "a la intolerancia de la oligarquía".
Voceros del gobierno han dicho que, en conversaciones privadas, aceptaron
su autoría. Las FARC han declarado como "acciones de guerra legítimas"
otros de los 107 actos de terror que han sacudido a Colombia en el mes
anterior, entre los cuales se cuentan voladuras de torres de energía,
bombas contra instalaciones militares y de policía con víctimas
civiles y un atentado fallido contra la tubería que alimenta el
acueducto de Bogotá.
La intervención televisada del presidente fue el
capítulo más reciente de este accidentado proceso. Para muchos
colombianos, la paz nació mal. La posibilidad de iniciarla se le
atravesó a Pastrana cuando quería hacerse elegir presidente,
y con esa bandera -y sin ningún plan serio para concretarla, como
es tradición de los candidatos presidenciales colombianos- ganó
las elecciones de 1998. En representación de un establecimiento
mayoritariamente más interesado en un desarme de los grupos armados
a cambio de ligeras concesiones que en una negociación real de las
tremendas injusticias que Colombia arrastra desde la Colonia, el presidente
desmilitarizó para las FARC una zona del tamaño de El Salvador
que éstas aprovecharon para un fortalecimiento militar sin precedente.
Ninguna condición de parte y parte precedió al acuerdo. Las
negociaciones, mientras la guerra aumentaba, no produjeron ningún
resultado sustancial. La paz colombiana tuvo, pues, desde el comienzo,
ribetes de farsa.
Que se tornaron, poco a poco, en tragedia. Ante una oportunidad
inusitada para hacer política, las FARC exhibieron un hermetismo
estaliniano y mostraron ser ante todo una organización militar.
Su relación autoritaria y burocrática con la población
en la zona desmilitarizada, su cada vez más claro papel como uno
de los eslabones del peor negocio de la modernidad, el narcotráfico,
y, sobre todo, una escalada de "actos de guerra" en los que la peor parte
la llevaban los civiles, las han aislado casi por completo de la simpatía
popular. Mu-chos intelectuales de izquierda, que años atrás
veían su lucha como la única oposición de calibre
a un régimen injusto, hoy las critican duramente.
Mucho más que la guerrilla, en estos tres años
y medio, se fortalecieron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una
federación de grupos antiguerrilleros fi-nanciados, en parte, por
empresarios y ga-naderos. Pese a ser responsables, según organismos
de derechos humanos, de cerca de 80 por ciento de las masacres que rutinariamente
se realizan en Colombia, el establecimiento ha hecho la vista gorda a su
expansión a zonas de tradicional in-fluencia guerrillera. Como las
FARC, han aceptado que se financian con el narcotráfico. Desde hace
unos meses, cuando las AUC fueron incluidas, como las FARC y el ELN (la
otra guerrilla colombiana, castrista, y también en conversaciones
con el gobierno), en la lista de organizaciones terroristas del Departamento
de Estado estadunidense, están empeñadas en limpiar su nombre.
Mientras los cinco pueblos de la zona desmilitarizada esperan aterrorizados
que, tras las tropas oficiales, lleguen los paras, como se conocen
en Colombia, el presidente no las mencionó ni una sola vez en su
intervención.
El péndulo del ánimo popular osciló
de la fe ciega en la paz al entusiasmo por la guerra. Retrato en el espejo
de la postura demagógica que llevó en 1998 a Pastrana a la
presidencia a caballo del ánimo de paz, es que en el 2002 Alvaro
Uribe, quien propone romper las negociaciones, declarar la guerra y poner
a un millón de desempleados a servir de ayudantes a las fuerzas
ar-madas, encabeza las encuestas de las elecciones presidenciales de mayo
próximo. Sintomático de lo crítico de la situación
es que importantes capas de población en las zonas que los paramilitares
han capturado a la guerrilla expresan hoy día no sólo temor,
sino simpatía por los nuevos jefes armados.
El único indicio alentador en este negro panorama
son las manifestaciones que los colombianos han denominado "resistencia
civil". Manipulados por los medios como meras expresiones antiguerrilleras,
la re-sistencia de media docena de pueblos a tomas de las FARC,
los cacerolazos y cortes de luz simbólicos contra la violencia,
son a menudo protestas populares espontáneas contra la injerencia
de todos los grupos armados, legales o ilegales, en la vida de la gente.
Quizá lo único que, en el ma-cabro panorama colombiano, señala
una perspectiva alentadora.
Porque el desenlace es trágico para un país
que enfrenta una situación de guerra con cerca de la mitad de su
población económicamente activa desempleada o sub-empleada
y millones aferrándose a los mí-seros salarios que perciben,
o sin otro ca-mino que engrosar las filas guerrilleras y paramilitares.
Las fuerzas armadas lanzaron la misma noche de la ruptura una ofensiva
sobre la zona desmilitarizada, cuyo primer resultado fue bombardear docenas
de instalaciones, pistas y campamentos vacíos. Informes sin confirmar
señalan que habría muertos civiles. El establecimiento, que
lo critica en privado, ha cerrado filas en torno al presidente. Y las FARC
pla-nean llevar la guerra a las ciudades con métodos cada vez más
limitados al puro terror, sin contemplaciones por las víctimas civiles.
Esta es la tragedia de Colombia. Un país con un
establecimiento incapaz de hacer la paz y, seguramente, ni de librar la
guerra, pese al notable apoyo financiero y militar de Estados Unidos (esta
nación, capital mundial del narcotráfico y gasolina militar
del gobierno colombiano es, como tantas otras veces, gran protagonista
en todo lo que pasa). Un país con dos grupos armados enfrentados,
AUC y FARC, en los que priman las lógicas militaristas y las imposiciones
draconianas sobre la población, que matan al nacer toda posibilidad
de or-ganización popular independiente. Mientras el proceso de negociaciones
estaba en curso, estas dinámicas eran larvadas. Con la guerra desatada,
serán las dominantes. Pobre país. Sobre él se cierne
lo que parecían venir buscando casi todos los actores del proceso,
y que los militares han resumido en el nombre que le dieron a su ofensiva
sobre la zona desmilitarizada: Tánatos (muerte). Completamente
desprestigiado, el presidente Pastrana, que dio comienzo con ribetes de
farsa al proceso de paz, lo cierra trágicamente.
Colaborador del diario colombiano El Tiempo, especializado
en temas relacionados con la guerra en Colombia.