León Bendesky
Monterrey
Pronto tendremos el Consenso de Monterrey como resultado de la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo que auspicia Naciones Unidas y a la que sirve de anfitrión el gobierno mexicano. Muchos jefes de Estado se van a reunir a las faldas del Cerro de la Silla y seguramente ratificarán el documento que ya existe y que publicó la ONU el 30 de enero de este año.
El asunto en cuestión ha provocado la inconformidad de los gobiernos de países ricos que tienen el dinero para financiar a los pobres que lo necesitan para promover el desarrollo y abatir la pobreza. El descontento proviene de que los ricos no aprueban lo que hacen los pobres, que aplican políticas económicas erradas y no aprovechan lo que se les da. La situación creó un dilema, ya que se restringían los fondos para el financiamiento mientras las políticas no fueran satisfactorias, y éstas, a su vez, generaban resultados adversos por la falta de recursos. Al parecer, el Consenso de Monterrey podría superar el dilema al hacer disponibles los recursos al tiempo que se instrumentan las políticas exigidas, lo que sin duda equivale a una forma de condicionalidad.
Pienso que sería razonable que el presidente Fox, en nombre de los mexicanos, hiciera explícitas algunas cuestiones en beneficio de una mejor concepción del financiamiento del desarrollo. Señalo algunas de ellas.
Primero, las políticas de ajuste y estabilización se definen y aplican a partir de criterios, que durante ya casi dos décadas han dado resultados cuestionables. Esto cuando menos en tres sentidos relevantes: las tasas de crecimiento promedio son muy bajas, la volatilidad productiva y financiera es muy grande, y hay cada vez más pobres. En el consenso que se quiere adoptar ahora no hay modificación alguna de esos criterios, el molde es el mismo.
Segundo, los modos de verificación del comportamiento de los países receptores tienden a limitar, más que ampliar, los espacios de acción de la política económica, y cuando las condiciones se aproximan a una crisis, curiosamente suelen convertirse en un elemento detonador. Véase el caso reciente de Argentina. El consenso no apunta a variación alguna a este respecto y seguirán siendo el FMI y el Banco Mundial los revisores de última instancia. Pero estas instituciones sufren ya de una atrofia funcional que las hace poco útiles para propiciar los objetivos del desarrollo. En el marco institucional vigente, estos organismos y los países que pagan las mayores cuotas asignan premios y castigos de una manera que es incompatible con un entorno económico de mayor equidad a escala global y al interior de cada país atrasado.
Tercero, la legitimidad de un acuerdo sobre los mecanismos y los montos del financiamiento al desarrollo requieren de una amplia dosis de legitimidad, tanto en los países que aportan los fondos como en los que los reciben. En el primer caso porque significa un compromiso de usar recursos que tienen fines alternativos, y en el segundo, por los resultados apreciables de las políticas de crecimiento sobre las condiciones del bienestar. No está claro que esa doble expresión de la legitimidad esté garantizada, como tampoco lo está, necesariamente, el origen de la propuesta en cuanto a los encargados de formularla y la representatividad que tienen. El récord de los participantes, como es el caso de Ernesto Zedillo, es muy cuestionable, cuando menos para nosotros.
Cuarto, la legitimidad requiere de un complemento en la forma de voluntad política y ésta es también un recurso escaso en el momento actual. El reconocimiento de las consecuencias adversas del patrón vigente de crecimiento en la economía mundial es aún limitado y persiste la visión de que la libertad de los mercados es la mejor forma de promoverlo y de distribuir sus frutos de manera más eficaz. Las numerosas crisis ocurridas en los últimos quince años, los excesos especulativos, la mayor concentración del ingreso, la riqueza y la propiedad, así como la desocupación crónica de la fuerza de trabajo no han movido las convicciones prevalecientes, sino que siguen fuertemente asentadas. El colapso argentino puede no significar hasta ahora un contagio en el resto de las economías, pero ha creado un efecto demostración de los extremos a los que puede llevar la gestión actual, incluidas la corrupción, la mala administración y las políticas monetarias y fiscales aplicadas como bozales a la sociedad. Además, los países ricos y los organismos financieros internacionales dejaron claro que en este momento ese país es prescindible.
Abrir explícitamente el debate en esta dirección no es lo más elegante en términos diplomáticos, no está tampoco en el modo de ver las cosas de este gobierno, pero sin duda sería un planteamiento fresco que orillaría a sacudir, cuando menos un poco, el modelo único que necesita más que composturas menores.