Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 4 de marzo de 2002
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Espectáculos
Fueron 105 minutos de concierto en los que sólo en contadas ocasiones miró a su público

Luis Miguel cantó para él mismo ante unas 70 mil almas, en el Azteca

Lo acompañaron músicos de gran solvencia y lucecitas al estilo Guerra de las galaxias

Con excepción de unos mil, los espectadores acudieron para corroborar que la soledad no existe

CESAR GÜEMES

Lejos de ser un tipo de cuidado, Luis Miguel es inofensivo. No embiste ni embosca, no ataca ni baila, no picha ni cacha y canta únicamente para él mismo, para su santo y para alguna musa que sólo él alcanza a ver, si es que la ve y si es que la tiene.

No canta mal las rancheras, cuyo turno llegará a lo largo de su concierto en el estadio Azteca la noche de este sábado dentro de su gira denominada Mis romances 2002. Tampoco lo hace mal con los boleros. Incluso se permite echar una cana al aire al remontarse a canciones que lo llevaron a la masividad hace más de 10 años. Ese no es el problema: de que canta, canta con solvencia y en ocasiones, las menos, hasta con enjundia. Cantante es, y de no ser por él y otros y otras que se subieron a la tabla de salvación del bolero, se habría olvidado al género. No es difícil reconocer su aportación a ese rescate, de la cual, por cierto, salió beneficiado. El problema, decimos, es otro y reside en cómo se entienda el concepto de romance cuando hablamos de 70 mil personas que hablan de lo mismo, que cantan lo mismo y que más o menos se pronuncian frente a su cantante predilecto de forma parecida.

Romance a principios del siglo XXI

Si partimos de la reunión de 70 mil almas, como decían los clásicos cuando en el Azteca los clásicos se jugaban, necesariamente las definiciones de lugar común, cliché y cursilería han de tener una nueva lectura. Hora y media antes de que aparezca el cantante en escena ya puede verse el escenario y el telón que lo cubre: una tela estampada con rosas de al menos un metro cuadrado cada una, a las cuales se añadirán tres rosas más, rojas ciertamente, generadas por algún artificio de láser, más dos gigantescos jarrones repletos de rosas uno a cada extremo de la escena. Al rosedal o roserío, indispensable para los neorrománticos, añada usted la venta, dentro del estadio, de sopa instantánea, pizzas, hamburguesas, vasos de cueritos con limón y chile piquín, cacahuates, papas fritas, refrescos varios, cerveza, pistaches, tacos, binoculares de plástico y "varitas de luz". En hora y media la temperatura desciende veloz sobre el Azteca, y no será extraño que para cuando el cantante haga su aparición, las y los asistentes andarán más bien en el inicio de un largo proceso digestivo que puestos a ver qué diantres es eso del romance a inicios del siglo XXI.

Luis Miguel sale a lo suyo, a cumplir al pie de la letra con un contrato que le indica cantar a lo largo de 105 minutos sin interrupción. No se dirige al público, no le habla, no dialoga ni se preocupa en establecer lazo algunocon el respetable. Pagaron por verlo, no porque él los viera a todos y cada uno. En un par de ocasiones, luego de prácticamente hacer todo el concierto de perfil, mirará de frente para saludar y decir algo así como "Gracias, México" y otra para preguntar, sin mayor matiz: "¿Cómo están?" Y era previsible: a lo largo de los más recientes 20 años la vida de Luis Miguel ha sido esto: ir convirtiéndose de sex-symbol en self-symbol, en el símbolo que lo representa sólo a él, autónomo, lejano, solitario entre naipes que no son de su mismo palo.

Pero si el cantante se pasa luchando los 105 minutos contra los dos audífonos, uno en cada oído, que pugnan por salírsele de las orejas y se ocupa de cantar sólo para sí, por parte del público será generosa y ampliamente correspondido: con excepción de las primeras filas al nivel de cancha, digamos unas mil personas, las otras 69 mil (vaya cifra para hablar de romance) no están aquí para verlo, casi ni para escucharlo con atención, sino para sacar de la experiencia colectiva el mayor provecho.

Con todo y el resultado en contra que provocan las múltiples sustancias químicas que acompañan comidas y bebidas, están aquí 69 mil mujeres y varones para convencerse de que es factible esa entelequia llamada romance, enamoramiento, capricho o simple gusto. Pagaron su entrada no para ver al intérprete, en parte por aquello de la distancia entre las pantallas que lo reflejan y la ubicación física de los asistentes, y en parte porque más bien acudieron a corroborar que no están equivocados, que en la ciudad y alrededores hay miles y miles de mujeres y hombres que son capaces de venir hasta acá a decir que la soledad no existe, que la vida en pareja no es una guerra cotidiana y que el agobio de la diaria existencia tiene al menos una ventana como ésta para que el romance, aunque sea imaginario, suceda.

Ajeno al fenómeno que genera

Luis Miguel no es popular, es masivo. Popular es la música que pervive sin necesidad de 50 toneladas de equipo; masiva es la que echa mano de ese y otros recursos técnicos, publicitarios y mercadotécnicos para mantenerse. Luis Miguel canta ajeno al fenómeno, pese a que él lo genere. Lo acompañan lo mismo músicos de gran solvencia técnica que lucecitas al estilo Guerra de las galaxias para iluminar el escenario y corazones digitales en las pantallas que a lo largo del concierto proyectarán su imagen o escenas alusivas a los temas que aborda.

Y si no hay comunicación del cantante con su público, si el respetable vino a verse y oírse a sí mismo, entonces el espectáculo es lo de menos. De hecho, no hay espectáculo. En el escenario está un cantante, Luis Miguel, solo, dedicado a cantarle a sus músicos y a acomodarse los audífonos que no lo dejarán en paz en momento alguno.

Acá hay 69 mil personas que vinieron a enmendarle la plana al viejo McLuhan: ya el medio no es el mensaje, sino que al más puro estilo de un spa masivo, atestado de feromonas, cachondo y repleto de comida chatarra, el medio es el masaje.

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