Fueron 105 minutos de concierto en los que sólo
en contadas ocasiones miró a su público
Luis Miguel cantó para él mismo ante
unas 70 mil almas, en el Azteca
Lo acompañaron músicos de gran solvencia
y lucecitas al estilo Guerra de las galaxias
Con excepción de unos mil, los espectadores acudieron
para corroborar que la soledad no existe
CESAR GÜEMES
Lejos de ser un tipo de cuidado, Luis Miguel es inofensivo.
No embiste ni embosca, no ataca ni baila, no picha ni cacha y canta únicamente
para él mismo, para su santo y para alguna musa que sólo
él alcanza a ver, si es que la ve y si es que la tiene.
No
canta mal las rancheras, cuyo turno llegará a lo largo de su concierto
en el estadio Azteca la noche de este sábado dentro de su gira denominada
Mis romances 2002. Tampoco lo hace mal con los boleros. Incluso
se permite echar una cana al aire al remontarse a canciones que lo llevaron
a la masividad hace más de 10 años. Ese no es el problema:
de que canta, canta con solvencia y en ocasiones, las menos, hasta con
enjundia. Cantante es, y de no ser por él y otros y otras que se
subieron a la tabla de salvación del bolero, se habría olvidado
al género. No es difícil reconocer su aportación a
ese rescate, de la cual, por cierto, salió beneficiado. El problema,
decimos, es otro y reside en cómo se entienda el concepto de romance
cuando hablamos de 70 mil personas que hablan de lo mismo, que cantan lo
mismo y que más o menos se pronuncian frente a su cantante predilecto
de forma parecida.
Romance a principios del siglo XXI
Si partimos de la reunión de 70 mil almas, como
decían los clásicos cuando en el Azteca los clásicos
se jugaban, necesariamente las definiciones de lugar común, cliché
y cursilería han de tener una nueva lectura. Hora y media antes
de que aparezca el cantante en escena ya puede verse el escenario y el
telón que lo cubre: una tela estampada con rosas de al menos un
metro cuadrado cada una, a las cuales se añadirán tres rosas
más, rojas ciertamente, generadas por algún artificio de
láser, más dos gigantescos jarrones repletos de rosas uno
a cada extremo de la escena. Al rosedal o roserío, indispensable
para los neorrománticos, añada usted la venta, dentro del
estadio, de sopa instantánea, pizzas, hamburguesas, vasos de cueritos
con limón y chile piquín, cacahuates, papas fritas, refrescos
varios, cerveza, pistaches, tacos, binoculares de plástico y "varitas
de luz". En hora y media la temperatura desciende veloz sobre el Azteca,
y no será extraño que para cuando el cantante haga su aparición,
las y los asistentes andarán más bien en el inicio de un
largo proceso digestivo que puestos a ver qué diantres es eso del
romance a inicios del siglo XXI.
Luis Miguel sale a lo suyo, a cumplir al pie de la letra
con un contrato que le indica cantar a lo largo de 105 minutos sin interrupción.
No se dirige al público, no le habla, no dialoga ni se preocupa
en establecer lazo algunocon el respetable. Pagaron por verlo, no porque
él los viera a todos y cada uno. En un par de ocasiones, luego de
prácticamente hacer todo el concierto de perfil, mirará de
frente para saludar y decir algo así como "Gracias, México"
y otra para preguntar, sin mayor matiz: "¿Cómo están?"
Y era previsible: a lo largo de los más recientes 20 años
la vida de Luis Miguel ha sido esto: ir convirtiéndose de sex-symbol
en self-symbol, en el símbolo que lo representa sólo
a él, autónomo, lejano, solitario entre naipes que no son
de su mismo palo.
Pero si el cantante se pasa luchando los 105 minutos contra
los dos audífonos, uno en cada oído, que pugnan por salírsele
de las orejas y se ocupa de cantar sólo para sí, por parte
del público será generosa y ampliamente correspondido: con
excepción de las primeras filas al nivel de cancha, digamos unas
mil personas, las otras 69 mil (vaya cifra para hablar de romance) no están
aquí para verlo, casi ni para escucharlo con atención, sino
para sacar de la experiencia colectiva el mayor provecho.
Con todo y el resultado en contra que provocan las múltiples
sustancias químicas que acompañan comidas y bebidas, están
aquí 69 mil mujeres y varones para convencerse de que es factible
esa entelequia llamada romance, enamoramiento, capricho o simple gusto.
Pagaron su entrada no para ver al intérprete, en parte por aquello
de la distancia entre las pantallas que lo reflejan y la ubicación
física de los asistentes, y en parte porque más bien acudieron
a corroborar que no están equivocados, que en la ciudad y alrededores
hay miles y miles de mujeres y hombres que son capaces de venir hasta acá
a decir que la soledad no existe, que la vida en pareja no es una guerra
cotidiana y que el agobio de la diaria existencia tiene al menos una ventana
como ésta para que el romance, aunque sea imaginario, suceda.
Ajeno al fenómeno que genera
Luis Miguel no es popular, es masivo. Popular es la música
que pervive sin necesidad de 50 toneladas de equipo; masiva es la que echa
mano de ese y otros recursos técnicos, publicitarios y mercadotécnicos
para mantenerse. Luis Miguel canta ajeno al fenómeno, pese a que
él lo genere. Lo acompañan lo mismo músicos de gran
solvencia técnica que lucecitas al estilo Guerra de las galaxias
para iluminar el escenario y corazones digitales en las pantallas que a
lo largo del concierto proyectarán su imagen o escenas alusivas
a los temas que aborda.
Y si no hay comunicación del cantante con su público,
si el respetable vino a verse y oírse a sí mismo, entonces
el espectáculo es lo de menos. De hecho, no hay espectáculo.
En el escenario está un cantante, Luis Miguel, solo, dedicado a
cantarle a sus músicos y a acomodarse los audífonos que no
lo dejarán en paz en momento alguno.
Acá hay 69 mil personas que vinieron a enmendarle
la plana al viejo McLuhan: ya el medio no es el mensaje, sino que al más
puro estilo de un spa masivo, atestado de feromonas, cachondo y
repleto de comida chatarra, el medio es el masaje.