León Bendesky
Monterrey/ II
En una semana empezará en Monterrey la Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo. Ya hay sobre este asunto una serie de consensos de carácter general entre los Estados, pero no necesariamente expresan los intereses de tipo particular de un país como México en cuanto a los recursos para fomentar el desarrollo. Este podría ser un escenario oportuno para plantear el tema de modo menos convencional al que prevalece.
El financiamiento del que se trata se concibe a partir de una visión del desarrollo como una meta a la que deben llegar los países más atrasados según la imagen de los más avanzados. Tiene, pues, algo de bíblico en el sentido de alcanzar la perfección. Esta visión no se ha alterado desde hace más de 50 años, aunque ahora tiene rasgos dados en el marco de lo que llamamos globalización. Para alcanzar esa meta, que se mueve constantemente y se hace en muchos casos inalcanzable, las naciones ricas transfieren recursos a las más pobres y para eso imponen una serie de condiciones con respecto a su uso y a la gestión de la economía y de las políticas públicas. Eso es para recordarles que no existe nada gratis y que hay que merecer lo que se recibe.
El desarrollo requiere financiamiento, eso es claro. Pero la única manera de sostener ese proceso es mediante un alto y duradero crecimiento de la producción, que articule el uso de los recursos internos utilizables para la inversión con los que se obtienen del exterior vengan de los gobiernos o del sector privado. Un proceso virtuoso de crecimiento debería generar muchos más recursos para financiar el desarrollo de los que actualmente existen y reducir la dependencia de los que vienen de fuera, acrecentando sus rendimientos en términos del aumento del producto y la generación de bienestar. La atención debe estar centrada mucho más en la creación de esas condiciones del crecimiento que abarquen la fuerza de trabajo, el capital acumulado, los recursos naturales y el territorio para generar más riqueza e ingreso. No hay más salida que ésa y requiere otra forma de vinculación con el exterior a partir de una redefinición del funcionamiento interno. El financiamiento para el desarrollo no rompe las inercias que existen internamente, y en cambio crea patrones de crecimiento truncos que reproducen los vicios económicos y políticos.
Ese sería un buen tema de debate en Monterrey. Podría ponerse como ilustración las tribulaciones económicas de Argentina y el hecho que el desarrollo de esa nación no sólo se cortó, sino que se provocó una verdadera implosión, en la cual se conjugaron los factores internos y externos. Podría pensarse sobre las condiciones que hicieron que ese país se hiciera prescindible en el juego global, lo cual parece un oxímoron. El financiamiento del desarrollo, como cualquier otra acción de carácter político, no es neutral. El hecho de que en el marco de los acuerdos regionales como el del Tratado de Libre Comercio, México no parezca hoy prescindible, no debería verse como una suerte ni una fatalidad.
Lo que sí debe superarse es la visión de que hay imposibilidad de ejercer acciones con un mínimo grado de autonomía para fortalecer las condiciones internas aun dentro de las reglas del juego del capitalismo global. Negar que exista esta posibilidad es falso y evidencia a quienes desde el gobierno o desde el sector empresarial lo sostienen. No hay argumento válido para no modificar de modo decisivo el modo en que funciona esta economía y la rigidez que se imponen a la sociedad más que el interés por mantener el status quo que tiene beneficiarios claramente identificables y, por ello, perjudicados muy claros.
Monterrey es uno de los mejores lugares del país para abrir un debate renovado y serio sobre las condiciones de la integración en el mercado de América del Norte o, para ser más precisos, sobre las modalidades de la relación con Estados Unidos. El actual patrón de crecimiento de México está marcado por las formas de esa integración y del financiamiento que genera y es tiempo de revisarlo a fondo no sólo para buscar mayores ventajas, sino para superar la inmovilidad de la política gubernamental que aliente mayor actividad interna. De otra manera la estabilidad que se ha conseguido a un costo muy alto desde 1995 seguirá desligada de la expansión que no dependa directamente de la demanda externa.
Un replanteamiento de este tipo convertiría a México en punto de referencia sobre el modo de funcionamiento del mercado global para los países que afanosamente persiguen un desarrollo que, tal y como hoy se concibe, está trabado y provoca crecientes contradicciones. Sólo desde dentro se puede aflojar la camisa de fuerza que se impone a la economía.