Margo Glantz
Apocalipsis de bolsillo
Tomo el Metro, la línea roja, rumbo al Museo de Bellas Artes de Boston. Enfrente de mí, un anuncio: ''ƑTienes diabetes y tomas insulina? Vigila tu corazón". Obviamente, el mío late apresurado. El boleto de entrada cuesta 12 dólares, porque soy de la tercera edad; si fuera persona normal me hubiera costado 16: me consuela saber que puedo volver a visitar ese recinto cada vez que se me antoje durante un mes. Es un museo inmenso, muy moderno; tiene varias salas con instalaciones y pintura que recorro sin detenerme apenas, sólo en unos cuadros, algunas estatuas, ciertas fotografías (las exhiben casi siempre en los pasillos como si no supieran dónde acomodarlas: Ƒarte o documento?). Entro en un salón débilmente iluminado donde se reproduce el último templo japonés construido en el siglo VIII, dC, trasladado íntegro desde Japón por unos bostonianos ilustres que decidieron comprarlo antes de que fuera derruido. Es el oratorio reservado a los sacerdotes, ya sin fieles y con unos cuantos curiosos que observan con atención las paredes forradas de madera, las lámparas, los budas.
La sala contigua alberga miniaturas, perfumeros labrados en jade con tapa de coral o en cinabrio con venturina, o en marfil con amatista; las observo minuciosamente, me aburro, camino por otras salas, también enormes; una sucesión de vitrinas con ánforas, hidras, urnas, cráteras griegas y sarcófagos egipcios y collares y peines, y cajas y gatos, y estatuas enormes muy rígidas con un peinado garigoleado e imposible, siempre con el pie derecho en posición de avanzar, todo perfectamente conservado, como si los hubiesen acabado de hacer; objetos idénticos a las que se alojan en el Museo Metropolitano de Nueva York, en el Louvre, en el British Museum, en el Pérgamo de Berlín, como si las tierras de Egipto o de Grecia o de Roma hubiesen producido miles y miles de figurillas, vasijas, tumbas, estatuas, para acabar adornando todos los museos del mundo, y contar aún con suficiente material para adornar los museos menos elegantes y bien dispuestos de sus propios países de origen.
šQué buena suerte, pienso, qué buena suerte que los millonarios se obsesionen tanto con un tipo específico de objetos para coleccionarlos y albergarlos en sus palacios y luego, a su muerte, legarlos a los museos para que una de sus salas ostente una placa con su nombre a manera de lápida funeraria! Prefiero sin embargo a Lila Acheson: los enormes nichos del vestíbulo del Metropolitan en los que se ostentan inmensos arreglos florales son un perpetuo homenaje a su memoria.
Hago una rápida asociación mientras recorro las inmensas salas de la gran tienda Marshall Fields en Chicago (situada en la Magnificent Mile), edificio de múltiples pisos, siempre con vista hacia el primero; allí, bien clasificados, se exhiben todo tipo de objetos: vestidos de grandes diseñadores, toallas, ollas, cosméticos, ropa de niño y de niña, trajes de baño, alfombras, objetos dispuestos con elegancia para atraer a los consumidores.
El día que la visité no había ninguno, estaba yo completamente sola, la tienda tenía ese aire tranquilo y fúnebre (de funeral anticuado o de camposanto gringo, ascético y aséptico), que tienen los grandes salones de los museos donde se albergan las colecciones permanentes cuando uno se dirige a contemplar las exposiciones temporales, ésas si repletas porque acaban de inaugurarse, de ser anunciadas y reseñadas en los periódicos y las revistas; una vez en el museo uno puede entender su más profundo significado si se alquilan unos audífonos grabados en todas las lenguas oficiales, y al salir de la exposición se pueden adquirir como recuerdo reproducciones de joyas, carteles, tarjetas, catálogos, bolsas, pañuelos, corbatas, sudaderas.
En la radio y en los periódicos una noticia: en un crematorio del estado de Georgia se han encontrado cadáveres abandonados desde hace más de 20 años; algunos están todavía en pleno periodo de descomposición: sus deudos habían recibido las urnas con las cenizas reglamentarias rellenas de cal y tierra vulgar. En los retiros de ancianos se denuncia el maltrato, la violencia y hasta la violación. Los sacerdotes jesuitas siguen abusando sexualmente de los niños de su parroquia. En el futuro más próximo volverán a utilizarse las bombas atómicas contra el mal.
En las noches me tranquilizó, leo con devoción a W. G. Sebald: Vértigo, Los anillos de Saturno, Los emigrantes. Hace mucho que no leía a un escritor tan indispensable. Sólo me queda por leer Austerlitz. Siento un profundo desconsuelo, Sebald acaba de morir y ya no escribirá ningún otro libro más.