Sergio Ramírez*
Aló, presidente
La
caída del presidente Hugo Chávez y su restitución
tras los dramáticos sucesos que vivió recientemente Venezuela
ponen de relieve una serie de circunstancias a las que en adelante habrá
que prestar atención, porque en América Latina, ya sabemos,
pesan mucho los precedentes, dado que vivimos en una bulliciosa vecindad
política en la que abundan los contagios.
En primer lugar, y por mucho que la acumulación
de arbitrariedades y desplantes del propio Chávez haya dividido
gravemente a su país ?división que no habrá de cesar
de manera mágica con su regreso al poder?, no hay duda de que un
sector de la cúpula militar fraguó en su contra un verdadero
golpe de Estado. Teníamos tiempo de no ver a los altos mandos castrenses
convertidos en árbitros políticos, con lo que resucita un
peligroso fantasma del pasado.
Si es cierto que con su retórica pirotécnica
y sus experimentos populistas obsoletos Chávez ha venido malversando
el apoyo popular abrumador de que gozó al principio, quien debe
determinar si ese apoyo ya no es mayoritario son los mismos ciudadanos
en las urnas, y no la casta militar. El golpe de Estado ni siquiera abrió,
al principio, una sucesión constitucional, sino que operó
bajo el nombramiento de dedo de un presidente de facto, mientras
las instituciones constitucionales eran canceladas de un solo plumazo,
en contra de la Carta Democrática de la Organización de Estados
Americanos (OEA), firmada en Lima apenas el año anterior.
Chávez, sin embargo, probó una amarga cucharada
de su propia medicina. Se erigió en un líder de incontrastable
fuerza y carisma, gracias a que en el pasado encabezó, desde los
rangos subalternos del ejército, una rebelión en contra de
un gobierno que era también constitucional, aunque carcomido por
un sistema político ya agotado. Pero fue un golpe de Estado el suyo,
aunque fracasado, y entonces corrió sangre porque quiso aquella
vez entrar a balazos al Palacio de Miraflores, antes de que lo llevaran
allí los votos. Ahora, otra vez volvió a correr la sangre
porque una multitud adversa quiso sacarlo de ese mismo palacio, mientras
otros miles acudían a defenderlo. Algo que hasta un ciego puede
ver es que la sociedad venezolana está peligrosamente dividida y
enconada.
No hay duda de que Chávez tiene fuerza entre los
más humildes, que han jugado un papel decisivo para su regreso al
poder. Son los permanentemente derrotados por los sistemas políticos
que no terminan de resolver los problemas de la marginación y repiten,
como en un espejo infinito, los actos de corrupción que siempre
degradan y empobrecen aún más a nuestros países. Y
en ese sentido, triste paradoja, el gobierno populista de Chávez
tampoco es una excepción, por mucho que hable en favor de los menesterosos
y les prometa en sus largos discursos el paraíso, junto con bicicletas
y máquinas de coser.
Hace un par de años, cuando fui invitado a hablar
a un seminario en Maracaibo, organizado por la Universidad de Zulia, en
otro de los salones del mismo hotel se reunían brigadas chavistas
de barrio, todos los militantes luciendo, orgullosos, boinas rojas pobremente
confeccionadas, en imitación de su héroe. Son los mismos
que a la hora del golpe acudieron en su auxilio. En ese mundo marginal,
de adhesiones desde abajo, los imposibles y los absurdos, las quimeras
pervertidas por el mesianismo, son reales y despiertan esperanzas. Pero
para que un país pueda ser gobernado en paz en estos tiempos de
prueba de la democracia son imprescindibles los consensos. No se puede
asegurar la paz con amenazas de lanzar a un sector de la sociedad contra
otro, ni peor, organizando a los partidarios más acérrimos
en comités de defensa de la revolución bolivariana, o como
se llamen, ni declarando la guerra a los medios de comunicación.
Si
Chávez no varía radicalmente su rumbo hacia la conciliación
y la apertura, la tolerancia y la búsqueda de consenso, habrá
convertido su regreso triunfal al poder nada más que en un episodio
transitorio, y peores males sobrevendrán a Venezuela pasado mañana
o cualquier día. El peor experimento que puede intentarse desde
el poder, y él mismo tiene ya pruebas suficientes, es utilizar los
votos para erigirse en figura autoritaria, no importa cuán pintoresca
sea.
Y no sólo la sociedad venezolana está confrontada
y dividida, sino también el ejército, como el intento de
golpe lo ha probado. Chávez tiene ahora que colocarse a la cabeza
de las fuerzas armadas de Venezuela en su carácter de presidente
constitucional, como líder civil, y no como una figura militar subalterna
que busca mandar, como militar, sobre los estamentos superiores de un ejército
de dilatada tradición en sus sistemas de rangos y ascensos.
En otra de mis visitas a Venezuela, que coincidió
con una de las celebraciones rituales del ejército, me resultó
patético ver desde la pantalla del televisor a Chávez, en
la tribuna de honor, vestido en uniforme de gala con todos sus arreos,
bandas, medallas y entorchados, bajo un quepís también muy
bien decorado. Se me pareció a Marcos Pérez Jiménez
en sus mejores tiempos. Pero la imagen no se completaba allí. Lo
rodeaban generales, mariscales, almirantes con insignias de rangos superiores
al suyo de teniente coronel, además, retirado. No era, por supuesto,
el presidente Ricardo Lagos, de Chile, por ejemplo, presidiendo como mandatario
civil una ceremonia militar.
Cuando en las últimas semanas los oficiales activos,
de rangos medios y altos, empezaron a sumar sus protestas públicas
contra Chávez, y ya por último exigiéndole renunciar,
tenía poca autoridad para callarlos. El mismo había minado
la neutralidad política del ejército con su propio intento
de golpe en el pasado, y con las constantes manipulaciones políticas
dentro de sus filas una vez en el poder.
Y si Chávez quiere ahora concordia deberá
pensar dos veces antes de continuar con su manía de imponer sus
largas peroratas por la radio y la televisión, que para su mal considera
más atractivas que las telenovelas o que los finales de los campeonatos
de beisbol. Se gana infinitos enemigos gratuitos quien ordena sacar de
programa un capítulo crucial de Betty la fea para meter un
discurso atiborrado de ditirambos y metáforas empalagosas.
En fin, los golpistas nunca son confiables para la democracia.
No fue bueno el intento de golpe de Estado que hizo popular a Chávez,
ni tampoco este último en contra suya. Tengámoslo en cuenta,
y que lo tengan en cuenta los ejércitos para que sepan permanecer
dentro de sus cuarteles.
* Escritor nicaragüense
www.sergioramirez.org.ni