Bárbara Jacobs
Papeles
No sé cómo definir la dificultad que tengo
para deshacerme de mis viejos papeles, primeros escritos o incluso trabajos
escolares.
Todos son pueriles y más que insignificantes; son
ilegibles; echarles apenas un vistazo es suficiente para horrorizarme;
físicamente me crispo de vergüenza, entre la confusión
que revelan, los altibajos que muestran; alternan cursilería con
pedantez; aceite y agua, inmezclables; pero soy incapaz de hacerlos trizas
y quemarlos; antes bien los protejo del polvo, del exceso de luz, de dispersarse,
de perderse; los conservo celosamente, clasificados; saberlos conmigo es
tranquilizador, sin que me explique de qué se trata, si de vanidad
o de un deseo malsano de tener con qué atormentarme; imaginar que
alguien los leyera es algo capaz de hacerme gritar, una pesadilla poderosa,
¿qué es lo que me detiene de desecharlos?
No los quiero. Repito, he intentado leerlos y es imposible.
¡Imposible! ¿Son pruebas? ¿De que? ¿De otra
cosa que de caos? No tienen salvación, y sin embargo, sin embargo
no puedo quemarlos. Esos primeros escritos, esos impulsos cristalizados
en lenguaje escrito, denotadores de algo, sin duda, innombrable pero, insisto,
intrascendente. Ni siquiera en su candor son atendibles. ¡No sirven;
no sirven de nada! El caso es parecido al de la ensoñación
que entretengo de escribir una autobiografía.
A veces imagino que arranco de un modo; a veces, de otro.
Directo o indirecto, ese relato agazapado en el fondo del corazón
de todo escritor está en el mío. ¿Hacer de uno una
leyenda? Muy bien. Pero, entre tantas imaginables, ¿cuál
elegir? ¿A cuál darle forma? Tan difícil una como
otra, de atrapar, de elaborar, de llevar a sus penúltimas consecuencias,
real o imaginaria, ¿cuál es tu autobiografía ideal?
Si es más producto de tu imaginación que de tu memoria lo
que cuentas, ¿palpitará sobre el papel como si fuera más
producto de tus recuerdos que de tu fantasía?
Es sabido que lo que no arranca del fondo de uno mismo
se cae, o vuela, o se atomiza y desaparece. Es sabido, digo; pero, ¿es
cierto? A veces me digo al oído: "anímate", para arrancar
y ver por mí misma qué es qué. Pero una cosa es animarme
al oído, y otra, hacerme caso. ¡Qué difícil
es hacerse caso! Si desatiendo los consejos de los sabios, ya sea por rebeldía
natural, o ya sea porque no los entiendo, ¿cómo no desatender
los míos, que ni siquiera sé como calificar? En una ocasión,
la única hasta la fecha, puse en palabras un principio posible de
autobiografía. Fue éste.
Llevo cincuentaitantos años haciendo diferentes
ejercicios de introspección en busca, no del primer relato que recuerde
haber oído en mi infancia, sino del primer recuerdo de mi infancia,
y sigo sin recordar nada. Es decir, nada que con honestidad pudiera constituir
mi primer recuerdo. Mi memoria está atiborrada de recuerdos, inclusive
de primeros recuerdos; pero no de uno, específico, reconstruible
con exactitud. Mis primeros recuerdos son de sensaciones, y no podría
jurar que no nazcan de lo que haya yo sentido a partir de lo que me hubiera
podido contar mamá de mis primeros días o, incluso, de mis
primeros instantes, minutos, momentos afuera de ella y desconectada de
ella. Comoquiera que sea, las primeras sensaciones que recuerdo son de
calor y de oscuridad, una oscuridad interrumpida por un brillo dorado,
que podía ser del borde del marco de un cuadro, o del mango de un
espejo de mano, o del esmalte de una caja sobre o encima de una cómoda
o de un tocador.
Recuerdo la sensación de telas suaves en las que
probablemente me encontraba envuelta, o sobre las que podían haberme
recostado.
Pero no se trataba de una cobija, sino, más
bien, de un corte que hubieran doblado y abultado o acojinado para recostarme.
Recuerdo un silencio que defino como ahuecado, el silencio que se hace
cuando cesa un sonido o un periodo de sonido, de voces, conversando aun
en voz baja, o de campanas que doblaron a la distancia. Y recuerdo humedad
en la boca y en los labios. Lo que no recuerdo es ningún olor, como
no sea el de humedad, la humedad que emana de un recipiente con agua y
con algunas hojas que hierven para, precisamente, humedecer y aromatizar
el ambiente. ¿Qué hojas podían haber sido?
Bien. Aquí llegué; en este punto me detuve.
¿Seguiré algún día por este camino? ¿Intentaré
otro? ¿Llegaré al final?