Vano esfuerzo de Yves Jacques en la obra de Lepage
Incierta propuesta discursiva de La otra cara de la Luna
RENATO RAVELO
Algo huele mal en Quebec. A pesar de la intensa actuación de Yves Jacques, de la arremetida complaciente del público que reía para hacer como que entendía, el espectáculo La cara oculta de la Luna, del celebrado director Robert Lepage, quedó flotando entre la sorpresa que normalmente provocan las propuestas canadienses y el apantalle mediático que critican y utilizan.
Los ejes por los que opta Lepage son la autobiografía, algún asunto histórico y la multimedia como el gran truco de la pequeña magia de fin de siglo, en el que casi todo es posible reproducir o inducir.
Quizás el problema es el asunto histórico, porque elige la rivalidad entre soviéticos y estadunidenses en la carrera espacial, que produjo lo que casi nadie se atreve a señalar: el más inútil de los hechos del siglo XX, es decir, la llegada a la Luna.
Por el carácter mítico, romántico e hidráulico que genera el satélite terráqueo, desde tiempos inmemoriables, como dicen los clásicos, se ha convertido en tema inspirador, y lo era para Lepage, según cuenta en una entrevista, hasta que se enteró que Edwing Aldring, astronauta estadunidense, en realidad era un hombre amargado por ser el segundo en pisar la Luna (en la obra traslada este personaje a un cosmonauta ruso).
El lenguaje no pierde su atractivo ni su intensidad: soluciones escénicas que transforman la ventana redonda de una lavadora de ropa en televisión, ojo, punto de fuga, pecera, ventana, vacío. Sorpresivas versiones de lo mágico que un librero puede ser cuando se transforma en puente de tiempo, vértigos visuales provocados por trasladar lo inmenso a lo diminuto. Conserva esa contundencia que trajera en La trilogía del dragón, hace una década, al Festival de la Ciudad de México.
La sintaxis que junta la tristeza del hijo que perdió a su madre con una escena en la que el actor Jacques representa a Lepage, quien a su vez es su madre y baila con un astronauta de apenas un metro de altura, conserva esa limpieza escénica de años y dineros en investigación teatral, ya que quizás solamente tres países invierten fuertemente en cultura: Francia, Canadá y México, aunque el nuestro más para consumo que para producción.
El problema pues no es ni el lenguaje ni la sintaxis, sino el discurso, es decir, el sentido hacia donde nos dirige al final la propuesta, experiencia comunitaria que es el teatro. No por incierto el sitio, sino por gratuito: durante toda la sustancia de la obra de Lepage bombardea de información visual acerca de esa rivalidad, que ahora ya a casi nadie le pesa, en la carrera armamentista por la conquista del espacio, incluso a niveles tan ingenuos para decir: "el cosmonauta (ruso) es un curioso de la imaginación, el astronauta (estadunidense) es alguien con recursos". Al final esa tensión sobra.
Si se traslada dicha rivalidad a la biografía de Lepage, como bien acostumbran las propuestas canadienses (Café de ciegos y El dormitorio, de Carbone 14), y se representa un hermano antagónico, también sobran las cronológicamente desordenadas referencias en video al asunto soviético, que hacen que la obra en lugar de generar tensión invite a la fuga hacia la desatención. Y el otro video que será importante, el mensaje de un hombre común al cosmos, pase a ser motivo de risas fáciles a reflexiones fuertes.
Por la trayectoria de Lepage, como uno de los hombres escénicos del siglo XX, la obra ha recibido desde su estreno hace casi tres años elogios desmedidos, como las carcajadas del público que llenó el Jiménez Rueda, que donde había humor pusieron gracejada.
Pero no fue el propio creador canadiense, como fue el proyecto original, quien trajo el monólogo, ni tampoco fue su más reciente obra -que tendría algo más que hacer en la ciudad de México- en la cual hace referencia a Frida Kahlo, sino el monólogo sobre la luna, la orfandad, la rivalidad entre hermanos y el poder del efecto visual. Lo que alcanzó para lucir con los 25 millones de pesos que costó el festival.
Trayecto de prodigios visuales, que en términos discursivos repite lo de los últimos diez años: que estamos solos y que hay que enfrentar el caos, la obra El lado oscuro de la Luna, confirma a Lepage como un sólido creador escénico que encontró una fórmula y la pone en el espejo, para gozarse a sí misma en la pequeña magia de las respuestas sin pregunta.