Cuatro imágenes para Mariana Yampolsky
Sergio Raúl Arroyo y Rosa Casanova
PRIMERA IMAGEN. 1944. Con la hoguera de la segunda
guerra aún encendida, proveniente de los Estados Unidos, llega a
la ciudad de México una adolescente rubia, menuda, de mirada azul
intenso. Tras de sí, están las líneas que marcan las
rutas de una constelación de éxodos iniciada por sus abuelos
paternos, judíos rusos que emigraron hacia Norteamérica en
el ocaso del siglo XIX, buscando una atmósfera de tolerancia.
No obstante su juventud, trae consigo un flamante título
universitario. Se ha graduado en la Universidad de Chicago, mediante un
programa especial para jóvenes sobresalientes, al que su padre,
escultor y pintor, la había inscrito. Entre otras cosas, carga con
los cálidos relatos e imágenes de Franz Boas, su tío
abuelo, quien como profesor de la Universidad de Columbia a partir de 1910
había incursionado en diversas ocasiones en México, para
fundar junto con Ezequiel Chávez y Eduard Seller la Escuela Internacional
de Arqueología y Etnología Americanas, con sede en la calle
de Moneda, y de la que sería director por un breve período.
Es
probable que las evocaciones del mundo mexicano que Mariana lleva consigo,
estén asociadas al entramado que persistentemente forma el universo
de Boas: la arqueología, el estudio de las razas, el arte y los
mitos, detonadores secretos de lo que más tarde será su búsqueda
personal entre los múltiples paisajes sociales y físicos
del país.
SEGUNDA IMAGEN. Esa muchacha de diecinueve años,
se siente profundamente atraída por el trabajo que realiza el Taller
de la Gráfica Popular, una de las grandes aventuras culturales de
ese momento que, frente al arte académico y la política avilacamachista,
encarna una clara alternativa. Su vertiginoso encuentro con la ciudad y
su gente, está signado por la inexorable dicotomía entre
la secular presencia rural y el afanoso voluntarismo citadino, que deja
ver en todo momento sus tensiones y, por supuesto, sus contradicciones.
El Taller es un puerto de llegada y, a la vez, un punto
de partida; allí inicia una intensa formación como artista
plástica, elección en la que quizá ronda la presencia
del padre recién muerto. Sin hablar español, se integra a
la incesante actividad del Taller, grabando, editando e ilustrando libros
y también coordinando exposiciones. El significado y la visión
didáctica que representa el Taller se convierte en la piedra de
toque de una de sus pasiones.
A finales de los cuarenta, casi por azahar, comienza su
trabajo fotográfico; la curiosidad, uno de sus rasgos más
incisivos, la encamina a los salones de la Academia de San Carlos, donde
Lola Álvarez Bravo imparte cursos de fotografía. Una vez
iniciada, el trabajo fotográfico prevalece sobre cualquier otra
disciplina plástica. Lejos de constituir una barrera, la cámara
le acerca a los individuos y parajes que va descubriendo en su tránsito
por el país, alejada del trabajo colectivo que retomará sólo
si aparece por allí algún un proyecto vital.
TERCERA IMAGEN. A la luz de una especie de "antropología
emocional", como la define Francisco Reyes Palma, Mariana comparte entornos,
detecta costumbres, reintegra realidades fragmentadas, capta momentos (verdaderas
instantáneas) y, sin irrumpir nunca en universos privados, consigue
imágenes insólitas por su oportunidad y encuadre. Este balance
entre la sorpresa de lo extraordinario y el suave rumor de lo cotidiano
es lo que nos atrapa y nos acerca a sus imágenes.
Recorre cuanto puede de México, paulatinamente
se despliegan ante sus ojos las múltiples realidades de ese territorio
polisémico y multicultural, primordialmente las manifestaciones
de lo que ha sido llamado "arte popular", y que ella, sabiamente, se empeña
en calificar como arte. El caudal de su repertorio visual abarca desde
la arquitectura rural a los ritos, del maguey al graffiti urbano, del retrato
al paisaje. Su mirada se torna entrañable al pasar por el prisma
de la curiosidad y la empatía por sus fotografiados. De algún
modo, objetivizadas, sus imágenes nos permiten ver el aura emocional
de su vivencia al efectuar la toma.
Mariana capta con una percepción decididamente
unitaria los rasgos distintivos de la producción material y la gestualidad
de sus sujetos, la monumentalidad de la arquitectura vernácula y
atesora la inevitable ambigüedad de las situaciones inesperadas. Lo
consigue gracias a su inherente sentido de la composición, de la
relación entre espacio y figura, entre topografía y luz.
Deja atrás toda intención de encapsular a sus personajes
en el tiempo, deslindándose de cualquier regodeo o pretensión
folklorista; todo lo contrario, ella registra sus transformaciones de modo
solidario gracias a la calidez que les profesa, pero fundamentalmente por
el rigor técnico de su sentido de observación.
CUARTA IMAGEN. Mariana Yampolsky es una artista
mexicana como muy pocas. Nos ha transmitido una visión original
e irreductible de este país. Decidió adoptar su condición
de mexicana, renunciando a una de las ciudadanías más codiciadas,
ratificación contundente de quien como principio básico de
libertad, señala claramente su camino, su elección de vida.
Su trabajo, exento de patetismos y retóricas sentimentales,
sin enciclopedismos ni vanguardismos reiterativos, se rige por una luminosa
sobriedad. Conformada por más de cincuenta mil fotografías,
esta obra representa una experiencia que va más allá de la
acumulación de imágenes, y puede verse como una espiral estética
que necesariamente se desarrolla en geografías y tiempos diversos,
pero siempre con un hilo de continuidad, con vasos comunicantes que permiten
advertir una integridad esencial.
En Mariana encontramos una mirada sincera que observa
a los otros y a sí misma; es el asombro silencioso que, no sin pasión
ni dudas, surge lentamente al centro de las preguntas por la identidad.