Josefina Vázquez Mota*
La transición social
Nuestro país transita en la actualidad por varias transiciones. En un entorno de mayores vinculaciones con el mundo, nos encontramos dentro de una profunda transición que ha significado cambios estructurales en las relaciones, la organización y los procesos económicos. En lo político se han dado enormes pasos hacia un estado de cosas en que el quehacer democrático sea la regla y no la excepción. Es obvio que aún queda mucho por avanzar en estos dos ámbitos. El paso de una situación dada a otra nueva siempre implica incertidumbres. Pero también es cierto que en la transición están presentes las oportunidades de mejorar.
Hay una tercera transición que está rezagada con respecto a las dos anteriores, y sin la cual éstas no pueden consolidarse. Se trata de la transición social, en la que buscamos alcanzar una sociedad en la que exista igualdad de oportunidades para que todos los mexicanos puedan ejercer plenamente sus libertades y derechos, y realizar todo su potencial productivo y creativo, de acuerdo con sus aspiraciones, elecciones, intereses, convicciones y necesidades. Construir la transición social es, sin duda, el reto más urgente del México de hoy.
Esta es la transición más difícil: pasar de una sociedad con injusticias alarmantes, como es que las poblaciones de los municipios de mayor marginación del país viven en las condiciones que presentaba México en 1930, a otra donde exista igualdad de oportunidades y justicia.
Pero también debemos acelerar y consolidar la transición social, porque sin ella no podemos aspirar a que los cambios en las esferas de lo económico y lo político sean sólidos. El ejercicio de las libertades se está dando como nunca antes. Sin embargo, todavía un gran número de personas están privadas de la libertad más esencial, la libertad de poder elegir dónde y cómo vivir, qué comer, qué estudiar. Si entendemos la democracia como el principio de igualdad de los derechos políticos, sociales y económicos de todos los integrantes de la sociedad, no podemos separar la concepción de democracia de las posibilidades efectivas de vida que las personas puedan llevar, ni de las libertades verdaderas que puedan disfrutar. La transición social consiste precisamente en dar la más alta jerarquía a las libertades, los anhelos y la dignidad de las personas.
Tampoco podemos pensar en un cambio económico sólido si grandes sectores de la población no pueden ser parte y disfrutar de los beneficios del crecimiento económico. No sólo se trata de la falta de opciones para participar en actividades productivas por falta de acceso a recursos y canales de distribución, o la ausencia de oportunidades de adquirir capacidades para realizar un trabajo con productividad y en condiciones competitivas; existen otras dimensiones de falta de equidad en las oportunidades, como la que enfrentan las mujeres de amplios sectores de la sociedad, y que significa que estamos buscando el desarrollo nacional sin la participación cabal de la mitad de la nación. Este es un obstáculo autoimpuesto que limita nuestras posibilidades de éxito.
Hemos buscado incorporar con seriedad la necesidad de la transición social en la agenda nacional, proponiendo una visión de largo plazo que la establezca como un esfuerzo estratégico en que se suman los compromisos, la participación y el consenso de toda la sociedad. Pensemos que ésta es una tarea que requiere de la corresponsabilidad de todos, y para impulsarla es indispensable dar confianza a la población sobre el uso de los recursos públicos, mediante el compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas, comunicando por qué se hace lo que se hace y qué se está logrando por el bienestar, para que la sociedad pueda opinar de manera informada y responsable.
En la estrategia actual se han establecido los puntos centrales para favorecer una efectiva transición social: desarrollo de capacidades, generación de oportunidades productivas, protección y desarrollo del patrimonio. Estas cuatro vertientes ofrecen el ámbito de acciones para lograr el desarrollo de las personas, las familias y las comunidades, que va más allá de la superación de la pobreza.
El cambio implica diferenciar tajantemente la asistencia social, tan necesaria para muchos, de los proyectos de desarrollo social para que millones de personas dejen de depender de los programas asistenciales que les ayudan a sobrevivir en lo inmediato, pero que no les permiten tener las herramientas necesarias para salir de su estado de carencias. Cuando los programas de desarrollo social abandonen la orientación paternalista que los hace depender de su lealtad hacia determinada autoridad, entonces las prácticas clientelares, corporativistas y de coacción dejarán de existir.
El cambio requiere de la firmeza del realismo, pero también de la esperanza. La transición no se detiene: avanza o retrocede. Las transformaciones deben traducirse en la vivencia cotidiana, concretándose en nuevas y mejores opciones para las personas. Al mismo tiempo debemos apurar el paso para lograr la reforma del Estado, que apueste por un federalismo responsable, en establecer un nuevo diseño institucional y en construir el marco jurídico que haga de la política social una política de Estado.
Un país de leyes es un país de instituciones sólidas, con capacidad de construir puentes entre todos los grupos de la sociedad para contribuir a fortalecer la cohesión social, nuestro sentido de pertenencia nacional y el valor de la legalidad. México necesita desarrollar una institucionalidad cada vez más sólida y sensible a los requerimientos, demandas y necesidades de la población. Sólo por esta vía será posible fortalecer la confianza de la sociedad y avanzar hacia la consolidación del estado de derecho.
* Economista. Actualmente titular de la Secretaría de Desarrollo Social del gobierno de la República.