"ƑNos vamos a morir sin ver a esos tipos en la cárcel?"
Justifica Martín del Campo ajustar cuentas con el pasado
El ex dirigente ofrece su testimonio de la matanza del 71
BLANCHE PETRICH /I
Una noche reciente, dos amigos veteranos de los movimientos estudiantiles del 68 y el 71, Jesús Martín del Campo y Raúl Alvarez Garín, se trabaron en una larga plática, dándole vueltas a la sinrazón de la impunidad en México. Surgió una pregunta: "ƑEntonces qué? ƑNos vamos a morir sin ver a esos tipos en la cárcel?"
La pregunta no quedó en el aire. El 10 de junio, en el 31 aniversario de la matanza de Corpus y del asesinato de su hermano Edmundo, el maestro Martín del Campo, actual funcionario del Gobierno del Distrito Federal, acudió a la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, de la PGR, y citando como antecedente la averiguación previa PGR/FEMOSPP/002/2002, presentada por el comité 68 para juzgar como genocidio los hechos de Tlatelolco y San Cosme, y las desapariciones forzadas de los años 70, interpuso por primera vez una denuncia penal por la matanza de estudiantes "planeada, ejecutada y encubierta" por el gobierno el 10 de junio de 1971.
Tres décadas atrás, las familias de las víctimas de la represión no acudían a las procuradurías ni a los tribunales en busca de justicia. "Era como acudir con una queja a casa del verdugo, Ƒpara qué? Como generación no creímos en la vía jurídica, no existía. Los que participamos en los movimientos del 68 y del 71, los que militábamos, que caíamos presos y tuvimos bajas incluso entre nuestras familias, reaccionamos con estoicismo. Buscamos otras formas de combatir al régimen", sostiene Martín del Campo.
El enterró a un hermano en 1971. Edmundo, un año menor que él, carpintero de oficio y activista de los comités de lucha del Politécnico, cayó el jueves de Corpus frente al número 4 de la calle Tláloc, a media cuadra de la avenida de Los Maestros, por San Cosme, con una bala expansiva en el tórax. Iba en las hileras frontales de la gran marcha estudiantil inicial después de la noche de Tlatelolco, y fue de los primeros en ser cazados por el grupo paramilitar Los Halcones. Jesús y sus padres, José de Jesús y Guadalupe, enjugaron las lágrimas, levantaron una lápida con la V de la victoria en el panteón de San Nicolás Tolentino, en Iztapalapa, y siguieron adelante.
"Es necesario el ajuste de cuentas con el pasado. Por eso dimos este paso, para que por nosotros no quede", relata.
Junto a esa tumba yace Jorge Callejas Contreras, un muchachillo de 14 años, vecino de San Cosme, quien hacía un mandado para su mamá ese jueves de Corpus. Y José Moreno Rendón, un estudiante de antropología, también abatido.
Los hermanos Martín del Campo, hijos de obreros, siguieron los pasos de José Revueltas después de su escisión del Partido Comunista, militando en las filas de la Liga Leninista Espartaco. Después de los hechos del 68, ese movimiento estaba fraccionado. Por supuesto que ambos fueron al mitin de Tlatelolco el 2 de octubre. Jesús cayó preso y pasó tres semanas en la crujía C de Lecumberri.
En 1971, a los 20 años, Edmundo era carpintero, había terminado la secundaria en una nocturna y justo en la mañana del 10 de junio se había inscrito en la Vocacional 6 del Politécnico. Tenía muchos amigos en la Escuela de Economía y participaba en sus comités de lucha.
El día de la marcha, primera reagrupación masiva después del golpe del 68, quedó de ver a su hermano Jesús en la descubierta de la marcha. Pero éste, que ya era profesor, se retrasó porque la estación Normal del Metro estaba cerrada y había tenido que seguir hasta San Cosme. Desde ahí Jesús empezó a notar que algo iba mal. En las bocacalles había fuertes contingentes de granaderos agazapados y núcleos de jóvenes diferentes -en el modo, en la ropa- ya empezaban a corretear a los manifestantes. Cuando atisbó la columna humana a distancia escuchó los primeros disparos y corrió en sentido contrario. Una puerta, en una calle, se abrió y unos brazos solidarios jalaron a Jesús y a otro joven hacia el interior de una casa. Nunca supo el nombre de ese señor. Pero durante el largo tiempo que duró el fuego graneado en las calles presintió que algo malo había pasado con su hermano.
Salió cuando los disparos cesaron y caminó hacia Melchor Ocampo. Un cerco policiaco impedía el paso. Se desvió hacia avenida de Los Maestros y ahí vio el primer cuerpo inerte de un joven frente a la puerta de la Normal. Un grupo lo rodeaba. Recorrió el trayecto de la marcha preguntando por Edmundo, hasta que cayó la noche. Alguien le sugirió ir al hospital Rubén Leñero, donde habían llevado a los heridos. Ahí lo atendió un médico muy amable. Dio las señas de su hermano, alto, moreno. No lo habían visto, pero ese doctor le refirió que minutos antes "grupos de choque" -así dijo- habían irrumpido en la sala de urgencias y se habían llevado a algunos estudiantes heridos.
Desalentado llegó a casa de sus padres, en la Agrícola Oriental. Horas más tarde llegó un amigo, Hugo Moseschi. El les dio la mala noticia: Edmundo iba en las primeras filas y cayó con el pecho abierto por una bala expansiva. Entre varios compañeros lo cargaron hasta una vecindad. A los pocos minutos murió.