Viaje al infierno, una visita a la cárcel del gobernador Gul Agha, amigo de Bush
Los caciques aún tienen control sobre Kandahar
Con elogios y loas a los nuevos amos, en el Afganistán actual poco o nada ha cambiado
ROBERT FISK THE INDEPENDENT
Kandahar. El gobernador Gul Agha sabe ma-nejar a la Organización de Naciones Unidas (ONU); sonríe y elogia. La ama y le está inmensamente agradecido por los consejos que ha recibido del secretario general ad-junto y el representante especial del responsable para la Niñez en Conflictos Armados, el diminuto ugandés Oalara Utunnu.
Cada vez que el señor Utunnu habla sobre la democracia, la paz y la necesidad de que los niños cuenten con una escolaridad adecuada, la cara del gobernador de Kandahar se ilumina con una sonrisa de deleite.
En un rincón de su oficina, está sentado el jefe de la policía, que lleva un enorme sobrero de picos, estilo soviético, además de un tirante zarista de cuero que le cruza la camisa militar.
En el otro lado de la habitación está el delgado, digamos enclenque, director de Educación, que se recarga nerviosamente en un sofá, al tiempo que sus manos inquietas juguetean con su corbata.
El señor Utunnu quiere conocer la "vi-sión" del gobernador afgano. Los ojos de Gul Agha se entrecerraron ligeramente cuando dicho término se le tradujo a la lengua pashtu como puhaa.
Los señores de la guerra no tienen mu-chas visiones, pero el bigotudo señor Agha, ataviado con túnicas ajustadas color café estilo marxista y pantalones como los que solía usar la Organización para la Liberación de Palestina, rápidamente captó la idea.
"Cuando yo me convertí en gobernador de esta ciudad", le dijo al señor Utunnu, "las puertas de la educación se abrieron".
Vaya, si el señor Agha incluso ha gastado su propio dinero en una escuela de computación inaugurada recientemente. Se trata de una academia a la que no nos invitó, aunque sí nos informó de su intención de seguir invirtiendo en ella cuantiosos fondos personales.
"Esto no ha ocurrido en ningún otro lugar del país, ni siquiera en Kabul, sólo en Kandahar", agregó.
Fue entonces cuando el temeroso director de Educación se puso en pie y tomó la palabra. Con las manos entrelazadas frente a sí, pronunció una homilía en torno a la generosidad del gobernador de Kandahar, su actitud previsora, su sabiduría y, desde lue-go, su visión.
Pasaron seis minutos antes de que Utunnu pudiera agradecer al director, de manera tan cálida que lo obligó a volver a sentarse.
No, aseguró el señor Gul Agha al representante especial del secretario general de la ONU, no hay policías ni soldados menores de edad en Kandahar.
Añadió que "hemos invertido mucho en nuestras fuerzas policiales y de inteligencia, estamos concentrando nuestros esfuerzos para combatir el terrorismo al lado de las fuerzas de la coalición".
Un cañón suelto
El problema es que Gul Agha, al igual que casi todos los gobernadores afganos, es un poco bandido. No toda la recaudación de impuestos va a parar al gobierno central. Sus propias milicias están mejor pagadas que los soldados gubernamentales.
Pero es mentira su aseveración de que sus maestros de escuela cobran salarios del do-ble de los sueldos de sus colegas de Kabul. Se les paga la mitad del salario que reciben los maestros de la capital nacional.
Sus referencias a "nuestro presidente, el estimado señor Karzai", pueden haber agradado al señor Utunnu -un niño de voz tipluda le dedicó al experto de la ONU en niños soldados una serenata llena de panegíricos, tanto sobre Karzai como Gul Agha-, pero en Kabul no es ningún secreto que este go-bernador es considerado un cañón suelto.
Hace unas semanas, algo molesto por la propensión de la fuerza aérea estadunidense a bombardear bodas afganas, Gul Agha convocó a los líderes regionales a una reunión en la que quería exigir que las autoridades de Kandahar fueran informadas con antelación de las operaciones militares de los estadunidenses.
La mayor parte de los líderes de la región -que seguramente reciben más dinero de Washington que de Gul Agha- declinaron asistir. Y, por tanto, fuimos nosotros los que tuvimos que escuchar la cantaleta de Agha sobre su amor por la ley constitucional y los derechos humanos.
El señor Utunnu, además, fue acreedor de una más de esas frases inmortales que surgen en Afganistán desde el 11 de septiembre del año pasado, cuando Nueva York y Washington fueron atacados.
"El presidente de Estados Unidos, George W. Bush -anunció el gobernador-, en verdad aprecia las leyes islámicas..."
Más duro que el cada vez más dócil guerrero druso Walid Jumblatt, infinitamente más cortés que el asesino múltiple serbio Ratko Mladic. Uno se pregunta lo obvio: Ƒestaba el gobernador de Kandahar tratando de ganarse el galardón de la ONU para cacique del año?
No quedó duda cuando ofreció mostrarnos su prisión. Tal vez veríamos a algunos niños en la cárcel, nos advirtió, pero estaban ahí acompañando a sus madres encarceladas. ƑNiños presos? Ni pensarlo.
Así, el señor Utunnu y su cortejo se trasladaron en auto a través de una niebla de humo de diesel hasta la prisión central de Kandahar. Se trata de unas barracas desvencijadas rodeadas por una reja a cuya entrada hay una ametralladora, montada sobre un tripié.
"Cosas indescriptibles ocurrieron aquí bajo el régimen talibán", masculló uno de los subalternos del gobernador cuando entramos a la prisión.
Yo no podía creerlo y, de hecho, hubiera creído cualquier cosa de esta cárcel. El piso de piedra había sido fregado a conciencia, y los presos estaban sentados en sus brillantes celditas, decoradas con alfombras de color rojo y oro. Macetas con flores y plantas adornaban las ventanas para impedir que por ellas entrara demasiado sol.
"Llevo aquí tres meses", me dijo un joven y risueño afgano. "Robé 20 millones de afganis (unos 217 dólares), y podría estar aquí tres años".
Aún no ha sido formalmente acusado. De hecho, no han sido presentado cargos contra prácticamente ninguno de los que están en estas celdas.
Todo recordaba un poco a los poblados de Potemkin. Cuando rodeé el campamento, al dar vuelta en una esquina, me sobresaltó encontrarme con una rebosante letrina común de un solo asiento, cuyo suelo estaba cubierto de mierda resbalosa.
A unas docenas de metros de distancia encontré un patio en que los prisioneros han amontonado objetos de sus habitaciones: colchones podridos y manchados, forros de plástico y ropa sucia.
Todo esto, sin lugar a dudas, era el verdadero mobiliario de las pequeñas celdas de ladrillo que vimos. ƑA quién pertenecían, entonces, las alfombras rojas y oro?
"Ahora visitaremos la cárcel de mujeres", anunció con fanfarria el jefe policial con uniforme zarista.
El señor Utunnu entró a la prisión para encontrarse únicamente con cuatro jovencitas tristes, sentadas en el piso de una celda. Dos de ellas eran las esposas -o más bien las viudas- de un mismo marido, al que supuestamente ambas habían asesinado hace poco.
La tercera mujer había huido con un jo-ven del que se había enamorado, prefiriéndolo al anciano con el cual su padre, muerto hace algún tiempo, la había comprometido desde que ella nació.
La ofensa de la cuarta muchacha no estaba clara. Nunca nadie se dignó aclarar qué ley constitucional había violado, pero se me aseguró que su novio había sido sentenciado a cinco años de prisión por "habérsela llevado de su casa".
Nuevamente una corta caminata en la zona detrás de las celdas reveló una historia diferente. Había armas, cientos de ellas estaban empacadas en costales de trigo, arroz y chícharos procesados donados por el go-bierno de Estados Unidos.
Muchas otras estaban apiladas de suelo a techo; centenares de rifles Kalashnikov, ametralladoras ligeras y pesadas, cajas de municiones y granadas. Pedí una explicación al policía zarista.
"Esto es en realidad un complejo policial", me respondió. "Permitimos que estas cuatro mujeres se queden aquí para que estén más cómodas. Lo que usted vio es nuestra bodega".
Entonces, me pregunté, Ƒdónde está la verdadera cárcel de mujeres? ƑDónde están los niños que se supone están acompañando a sus madres en prisión?
El señor Utunnu estaba impasible. Se tra-ta de un hombre inteligente, agudo, si bien un poco irascible, que fue uno de los líderes de la oposición en Uganda.
Hasta hace unos años no había encontrado una forma diplomática de salir de su país, y pudo haber terminado en una prisión como las que estábamos viendo.
Pero afirmó que se encontraba razonablemente satisfecho con lo visto. Pudo hablar con los prisioneros, y ninguno de ellos se quejó. Señaló que no estaba en posición de saber si las alfombras que cubrían los suelos de las celdas normalmente estaban ahí. Había solicitado visitar la prisión y su petición fue concedida.
Así es que, damas y caballeros, démosle un caluroso aplauso a Gul Agha, gobernador de Kandahar, amigo del presidente Bush, fiel creyente en la educación para la niñez y, sin duda, el ganador del premio de la ONU para cacique del año.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca