Carlos Bonfil
La culpa la tiene Voltaire
El París ausente en Amélie Poulain. A la manera de un cuento fantástico sobre la inmigración clandestina en Francia, La culpa la tiene Voltaire (La faute a Voltaire), primer largometraje de Abdel Kechiche, describe, en clave de una picaresca urbana, el itinerario de Jallel (Sami Bouajila), un joven tunecino decidido a instalarse y conseguir trabajo en Francia, "tierra de la igualdad, la libertad y la fraternidad" --patria de Voltaire y de los derechos humanos. Retrato naturalista de París, capital multirracial, con andenes y vagones del metro invadidos por desempleados e inmigrantes clandestinos, con los mil oficios improvisados a que obliga la precariedad absoluta, siempre en guardia ante el inminente control de la policía, y la amenaza de una expulsión definitiva del territorio francés.
En este lugar, el racismo parece haber sido parcialmente desterrado: los franceses en situación de desempleo o mendicidad conviven armoniosamente con los inmigrantes en los albergues municipales, y cualquier conflicto se anula con despliegues de solidaridad afectiva. Del mismo modo que Amélie, la cinta de Jean Pierre Jeunet, cancela referentes enteros de la realidad francesa para mostrar un mundo ideal, como sonriente fantasía populista, la película de Kechiche se complace en colocar a sus personajes marginales en el paraíso de los buenos sentimientos, que son siempre la mejor barricada frente a la adversidad social.
El recorrido de Jallel, Cándido voltairiano, conoce las estaciones de la plenitud sentimental, del desencanto y de la depresión absoluta. Se enamora de una beurette francesa de origen árabe, recelosa de todo compromiso amoroso a raíz de una antigua decepción; intenta un matrimonio por conveniencia para permanecer en Francia, y termina internado en un asilo psiquiátrico; vive continuamente el conflicto entre la realidad (amores frustrados, clandestinidad menesterosa) y la utopía soñada: una aclimatación dichosa a ese territorio de libertad que es también un edén de las oportunidades.
Lo interesante de La culpa la tiene Voltaire --el título proviene del estribillo revolucionario que canta Gavroche en Los miserables, de Víctor Hugo--, es su manera de evitar el tremendismo y la sociología instantánea, para incursionar, sin mayor reparo, en la ficción romántica. El tunecino Jallel muestra un poder de seducción y una complejidad psicológica poco acostumbrados en personajes parecidos del cine francés, donde el inmigrante clandestino suele ser víctima social o bufón pintoresco, rara vez un héroe. Kechiche consigue, mediante una comedia popular, y con una interpretación formidable, la naturalización espontánea del héroe clandestino en el momento mismo en que la Unión Europea se dispone a cerrar sus fronteras. En su cinta, el sueño comunitario europeo se transforma en pesadilla para los inmigrantes excluidos. Y esta paradoja la vive Jallel amargamente, incapaz de entender la lógica de la exclusión social. Aclimatarse a Francia supone para el protagonista toda una escuela de la simulación; debe simular primero ser argelino, pues imagina, inocentemente, que dicha nacionalidad tiene mayor aceptación en el hexágono francés; confía ciegamente en un discurso republicano de tolerancia que apenas consigue disimular una política de segregación y rechazo, tanto de la izquierda como de la derecha; confía por último en el amor, como posibilidad de armonía espiritual en su condición de soledad y desarraigo, y una y otra vez, el cándido tunecino tiene que morder el polvo.
La culpa la tiene Voltaire cuenta con actuaciones estupendas: Sami Bouajila, posiblemente el actor de origen árabe más popular en Francia; Aure Atika -estupenda Nassera-, Bruno Lochet, como el amigo bonachón de Bretaña; y Elodie Bouchez, imagen límite de la marginalidad -drogadicta y ninfómana, en realidad más sedienta de afecto y respuesta social que el propio Jallel. El guión combina astutamente comedia y comentario social, ofrece un panorama rápido y preciso de la comunidad magrebina en París, y se guarda de recurrir a los estereotipos obligados o de ceder a la tentación del tremendismo social. Su escena final es una lección de sobriedad narrativa. Y justamente, el reparo principal sería la ausencia de una economía similar en el resto de la cinta, dado que su duración se prolonga innecesariamente en escenas festivas y partidas de bolos que muy poco añaden a la trama y mucho, sí, a un pintoresco sobrecargado. En su primer largometraje, Kechiche muestra originalidad y frescura al abordar un tema muy socorrido en el cine francés reciente, y un talento especial para dirigir a sus actores. Estas cualidades compensan ampliamente las cándidas redundancias del relato.
La culpa la tiene Voltaire se exhibe en la Cineteca Nacional.