AFGANISTAN: VIOLENCIA INDOMITA
Kabul
y Kandahar, las principales ciudades afganas, fueron estremecidas ayer
por hechos de violencia: en la primera, dos atentados con explosivos, aún
no reivindicados, dejaron un saldo de al menos 40 muertos y 50 heridos;
unas horas después, en la segunda, el administrador nacional impuesto
por Estados Unidos, Hamid Karzai, escapó ileso de un ataque en el
que resultó herido el gobernador de Kandahar, Gul Agha Sherzai y
tres personas no identificadas resultaron muertas. Por lo que ha podido
saberse, los guardaespaldas estadunidenses del presidente afgano repelieron
el ataque de un integrante afgano del equipo de seguridad del propio Karzai.
Los trágicos acontecimientos referidos no son,
de ninguna manera, hechos aislados. Hace menos de un mes, 25 personas fallecieron
en un atentado dinamitero registrado en Jalalabad contra la sede de una
organización no gubernamental extranjera; a principios de julio,
dos desconocidos asesinaron, en el centro de Kabul, al vicepresidente Abdul
Qadir; en abril se llevó a cabo, también en Jalalabad, un
intento de homicidio contra el ministro de Defensa, Mohamed Fahim, en el
que murieron cuatro civiles y más de 50 resultaron heridos; en febrero,
en el aeropuerto de la capital, fue ultimado el ministro de Turismo y Aviación
Civil, Abdul Rahman.
No es fácil determinar si algunos de esos actos
de violencia, o todos ellos, son consecuencia de los eternos ajustes de
cuentas en la coalición de mafias y de señores de la guerra
que Washington impuso como grupo gobernante en Kabul, o bien si se trata
del accionar de Al Qaeda, como sostienen los propios ocupantes estadunidenses.
Pero el saldo de la incursión estadunidense del año pasado
contra Afganistán es, por donde quiera que se le vea, un sangriento
desastre: ya sea porque la Casa Blanca y el Pentágono pusieron al
frente del país asiático a una alianza de pandillas incapaces
de ponerse de acuerdo entre sí, ya sea porque la satanizada Al Qaeda
sigue actuando, a pesar de los miles de toneladas de bombas lanzadas contra
sus sedes por la fuerza aérea de Washington, a pesar de la sangrienta
guerra en la que murieron cientos o miles de civiles afganos, y a pesar
de los miles de efectivos estadunidenses que patrullan el territorio afgano
y que se ocupan incluso de la seguridad del títere Karzai. Hoy,
las potencias occidentales, lejos de haber resuelto un problema de seguridad,
como lo pretendió Washington, tienen en Afganistán un renovado
avispero y un caldo de cultivo de nuevas amenazas. No hay que olvidar,
a este respecto, que Al Qaeda, Osama Bin Laden y los talibán fueron
originalmente financiados, armados y entrenados por la CIA para que combatieran
la ocupación soviética en Afganistán en los años
setenta y ochenta.
Cabe suponer que los aliados de Estados Unidos han tenido
en mente este resultado atroz de la invasión de Afganistán
cuando han expresado sus reticencias a participar en una nueva aventura,
esta vez en Irak, para deponer a Saddam Hussein. Ayer mismo, el presidente
George W. Bush reiteró su empecinamiento y convocó a la sociedad
estadunidense y a los aliados europeos a "enfrentar hoy las amenazas contra
nuestra seguridad antes de que sea demasiado tarde", en referencia a un
ataque contra el país árabe. Los cruentos sucesos de ayer
en Afganistán indican que la peor amenaza contra la paz mundial
y contra la estabilidad en la región no procede de los hipotéticos
ejercicios nucleares del dictador iraquí sino de la terquedad estadunidense
por apoderarse, manu militari, de toda la zona.