Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 11 de septiembre de 2002
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Editorial
UN AÑO DE GUERRA

En el contexto de una regresión atroz de la libertad, la seguridad, la paz y la tolerancia, el mundo asiste, hoy, al primer aniversario de los ataques terroristas que destruyeron la sede neoyorquina del World Trade Center y parte del edificio del Pentágono, que segaron más de tres mil vidas inocentes y que significaron el acto inaugural de una guerra tan cruenta como confusa.

A un año de aquellos acontecimientos trágicos, siguen vigentes las dudas sobre el alcance de la conspiración, sobre sus autores intelectuales y sobre sus motivos reales. Los soldados estadunidenses y sus aliados locales mataron -deliberadamente o por error- a miles de afganos que no tenían nada que ver con los atentados del 11 de septiembre, pero no lograron pacificar a ese martirizado país. El derrocamiento de los talibanes, la cacería de Al Qaeda y de su líder, Osama Bin Laden, y la destrucción bárbara de Afganistán por parte de las fuerzas armadas estadunidenses y británicas, no han contribuido a aclarar el panorama. Por el contrario, y si ha de darse crédito a las versiones oficiales de Washington, la desmesurada fuerza militar exhibida por ese gobierno en el país centroasiático se convierte en una paradójica expresión de debilidad, si se considera que, a decir de los propios estadunidenses, Al Qaeda todavía existe, Bin Laden sigue vivo y ambos profieren, aún, amenazas apocalípticas contra Occidente. La mayor potencia militar, económica, diplomática y tecnológica del mundo no ha sido capaz de ubicar y desarticular a un puñado de fanáticos, y esa narración conlleva una disyuntiva inexorable: o se ha mentido o exagerado en torno a la autoría de los atentados de hace un año, o bien las autoridades políticas y militares de Estados Unidos son pavorosamente ineptas.

A las dudas iniciales sobre las ramificaciones del complot que culminó con la destrucción de las Torres Gemelas se agrega, ahora, la sospecha en torno a la extraordinaria utilidad propagandística e ideológica que reviste para el gobierno de George W. Bush este enemigo difuso y fantasmagórico, capaz de sobrevivir a los embates más encarnizados de la gran superpotencia. Porque, a lo largo de este año, los fundamentalistas afganos y saudiárabes y, en general, el "terrorismo internacional", han dado a Washington una coartada inapreciable para recortar severamente las libertades civiles y los derechos humanos en Estados Unidos, para dar un impulso a la industria militar, para chantajear a sus aliados -"quienes no estén con nosotros están con los terroristas", advierten sin pudor los mandos políticos y militares del país vecino- y para desencadenar un nuevo ciclo de injerencismo armado en diversas zonas del planeta. Ayer el jefe del Estado Mayor Conjunto del Pentágono, general Peter Pace, habló de actividades terroristas en Irán, Irak, Yemen, Somalia, Sudán, Líbano, Siria, Libia, Georgia, Argentina, Paraguay, Uruguay, Colombia, Malasia, Indonesia, Filipinas, Corea del Norte, Pakistán y Afganistán. Nuestro país no queda al margen, por cierto, del delirio bélico, toda vez que la nación vecina ha implantado, en forma unilateral y agraviante, una zona de defensa regional que incluye el territorio mexicano.

Tras la demolición de Afganistán, luego de la anticlimática disolución de la cacería de Bin Laden, y a falta de un enemigo visible contra el cual continuar las hostilidades, los halcones estadunidenses voltearon la vista hacia Irak y emprendieron, de inmediato, los preparativos diplomáticos para una nueva guerra contra esa nación árabe. Desde la perspectiva de la Casa Blanca, el derrocamiento de Saddam Hussein ofrece la posibilidad de seguir echando combustible al impulso bélico, permite avizorar un control de los recursos petroleros de la región por parte de Estados Unidos y, por añadidura, da al mandatario del país vecino la oportunidad de cobrarse el agravio personal y familiar que representa, para la familia Bush, la permanencia del dictador iraquí en el poder, a pesar del arrasamiento de su país en 1991, del bloqueo y las sanciones económicas y de los bombardeos que, desde entonces, realizan aviones estadunidenses y británicos.

Hasta ahora, la batalla diplomática que antecede a la guerra se ha revertido contra Washington en la forma de un aislamiento sin precedentes. Sus aliados europeos -con la abyecta excepción de Tony Blair-, sus protegidos árabes y hasta sus amigos latinoamericanos, se han manifestado en contra de una incursión militar contra Irak que no tenga el aval de la ONU, y en ésta los alineamientos no son favorables a Estados Unidos. Tres de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad -Francia, China y Rusia- están en contra de atacar a Hussein sin agotar antes las vías diplomáticas y políticas, y la correlación de fuerzas en la 57 Asamblea General, que dio inicio ayer, en Nueva York, es aún más desfavorable para Washington. Por si algo faltara, el director del Programa de Inspección de Armamentos de las Naciones Unidas, Hans Blix, desmintió rotundamente a Bush y a su escudero británico Tony Blair y dejó en claro que no existe ninguna prueba de que Irak tenga armas de destrucción masiva o que esté empeñado en fabricarlas.

Con el entorno internacional en contra, y en medio de una recesión económica pertinaz, el gobierno de Bush no halla una mejor manera de conmemorar el primer aniversario de los atentados criminales que aterrorizando a su propio pueblo con alertas naranjas, cierres de embajadas en el extranjero y advertencias acerca de la inminente posibilidad de nuevos ataques terroristas. Ello fortalece la impresión de que la presidencia del país vecino está, efectivamente, en guerra, pero no contra unos criminales demasiado escurridizos para ser reales, sino contra la libertad y la tranquilidad de sus propios ciudadanos y contra las soberanías nacionales y contra la paz entre los pueblos.
 

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