UN AÑO DE GUERRA
En
el contexto de una regresión atroz de la libertad, la seguridad,
la paz y la tolerancia, el mundo asiste, hoy, al primer aniversario de
los ataques terroristas que destruyeron la sede neoyorquina del World Trade
Center y parte del edificio del Pentágono, que segaron más
de tres mil vidas inocentes y que significaron el acto inaugural de una
guerra tan cruenta como confusa.
A un año de aquellos acontecimientos trágicos,
siguen vigentes las dudas sobre el alcance de la conspiración, sobre
sus autores intelectuales y sobre sus motivos reales. Los soldados estadunidenses
y sus aliados locales mataron -deliberadamente o por error- a miles de
afganos que no tenían nada que ver con los atentados del 11 de septiembre,
pero no lograron pacificar a ese martirizado país. El derrocamiento
de los talibanes, la cacería de Al Qaeda y de su líder, Osama
Bin Laden, y la destrucción bárbara de Afganistán
por parte de las fuerzas armadas estadunidenses y británicas, no
han contribuido a aclarar el panorama. Por el contrario, y si ha de darse
crédito a las versiones oficiales de Washington, la desmesurada
fuerza militar exhibida por ese gobierno en el país centroasiático
se convierte en una paradójica expresión de debilidad, si
se considera que, a decir de los propios estadunidenses, Al Qaeda todavía
existe, Bin Laden sigue vivo y ambos profieren, aún, amenazas apocalípticas
contra Occidente. La mayor potencia militar, económica, diplomática
y tecnológica del mundo no ha sido capaz de ubicar y desarticular
a un puñado de fanáticos, y esa narración conlleva
una disyuntiva inexorable: o se ha mentido o exagerado en torno a la autoría
de los atentados de hace un año, o bien las autoridades políticas
y militares de Estados Unidos son pavorosamente ineptas.
A las dudas iniciales sobre las ramificaciones del complot
que culminó con la destrucción de las Torres Gemelas se agrega,
ahora, la sospecha en torno a la extraordinaria utilidad propagandística
e ideológica que reviste para el gobierno de George W. Bush este
enemigo difuso y fantasmagórico, capaz de sobrevivir a los embates
más encarnizados de la gran superpotencia. Porque, a lo largo de
este año, los fundamentalistas afganos y saudiárabes y, en
general, el "terrorismo internacional", han dado a Washington una coartada
inapreciable para recortar severamente las libertades civiles y los derechos
humanos en Estados Unidos, para dar un impulso a la industria militar,
para chantajear a sus aliados -"quienes no estén con nosotros están
con los terroristas", advierten sin pudor los mandos políticos y
militares del país vecino- y para desencadenar un nuevo ciclo de
injerencismo armado en diversas zonas del planeta. Ayer el jefe del Estado
Mayor Conjunto del Pentágono, general Peter Pace, habló de
actividades terroristas en Irán, Irak, Yemen, Somalia, Sudán,
Líbano, Siria, Libia, Georgia, Argentina, Paraguay, Uruguay, Colombia,
Malasia, Indonesia, Filipinas, Corea del Norte, Pakistán y Afganistán.
Nuestro país no queda al margen, por cierto, del delirio bélico,
toda vez que la nación vecina ha implantado, en forma unilateral
y agraviante, una zona de defensa regional que incluye el territorio mexicano.
Tras la demolición de Afganistán, luego
de la anticlimática disolución de la cacería de Bin
Laden, y a falta de un enemigo visible contra el cual continuar las hostilidades,
los halcones estadunidenses voltearon la vista hacia Irak y emprendieron,
de inmediato, los preparativos diplomáticos para una nueva guerra
contra esa nación árabe. Desde la perspectiva de la Casa
Blanca, el derrocamiento de Saddam Hussein ofrece la posibilidad de seguir
echando combustible al impulso bélico, permite avizorar un control
de los recursos petroleros de la región por parte de Estados Unidos
y, por añadidura, da al mandatario del país vecino la oportunidad
de cobrarse el agravio personal y familiar que representa, para la familia
Bush, la permanencia del dictador iraquí en el poder, a pesar del
arrasamiento de su país en 1991, del bloqueo y las sanciones económicas
y de los bombardeos que, desde entonces, realizan aviones estadunidenses
y británicos.
Hasta ahora, la batalla diplomática que antecede
a la guerra se ha revertido contra Washington en la forma de un aislamiento
sin precedentes. Sus aliados europeos -con la abyecta excepción
de Tony Blair-, sus protegidos árabes y hasta sus amigos latinoamericanos,
se han manifestado en contra de una incursión militar contra Irak
que no tenga el aval de la ONU, y en ésta los alineamientos no son
favorables a Estados Unidos. Tres de los cinco miembros permanentes del
Consejo de Seguridad -Francia, China y Rusia- están en contra de
atacar a Hussein sin agotar antes las vías diplomáticas y
políticas, y la correlación de fuerzas en la 57 Asamblea
General, que dio inicio ayer, en Nueva York, es aún más desfavorable
para Washington. Por si algo faltara, el director del Programa de Inspección
de Armamentos de las Naciones Unidas, Hans Blix, desmintió rotundamente
a Bush y a su escudero británico Tony Blair y dejó en claro
que no existe ninguna prueba de que Irak tenga armas de destrucción
masiva o que esté empeñado en fabricarlas.
Con el entorno internacional en contra, y en medio de
una recesión económica pertinaz, el gobierno de Bush no halla
una mejor manera de conmemorar el primer aniversario de los atentados criminales
que aterrorizando a su propio pueblo con alertas naranjas, cierres de embajadas
en el extranjero y advertencias acerca de la inminente posibilidad de nuevos
ataques terroristas. Ello fortalece la impresión de que la presidencia
del país vecino está, efectivamente, en guerra, pero no contra
unos criminales demasiado escurridizos para ser reales, sino contra la
libertad y la tranquilidad de sus propios ciudadanos y contra las soberanías
nacionales y contra la paz entre los pueblos.