Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 20 de septiembre de 2002
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Política
Horacio Labastida

El Informe de López Obrador

El pasado martes 17, en el tradicional palacio legislativo en que hoy sesiona la asamblea de diputados de la capital de la República se escenificó un Informe de Gobierno sin precedentes en la larga y continuada historia de nuestro presidencialismo civil autoritario. El jefe de Gobierno del Distrito Federal no sólo escuchó los discursos críticos de la oposición, no pocos y en ocasiones agudos, sino que con respeto dio respuesta a cada una de las réplicas al Informe, de los distintos partidos representados en la mencionada cámara, orientados sobre todo a cuestionar la política social, el plebiscito sobre el segundo piso del Periférico y el Viaducto y la sin precedente en la historia de México consulta pública que se propone hacer Andrés Manuel López Obrador en relación con la continuidad o revocación del mandato que le otorgó el pueblo, debate en el que se planteó un asunto trascendental. La atención a los viejos de más de 70 años, a los niños de la calle, el establecimiento de preparatorias y una nueva universidad, al auxilio a madres abandonadas, y la firme decisión de incrementar los gastos sociales y aliviar así las pobrezas que hieren a las más amplias capas de la sociedad, ¿pueden considerarse tales acciones, según lo esgrimieron algunos diputados, deleznables prácticas populistas? La respuesta fue inmediata al recordar que, amparados en el Fobaproa, los banqueros recibieron un equivalente a la mitad de la inversión pública federal en obras públicas por intereses de los capitales que soporta la deuda federal en favor de la banca desde la crisis de 1995.

Este saqueo a la hacienda nacional es un mero rescate de dudosas e ilegítimas quiebras; en cambio, el dinero ciudadano que se aplica en beneficio de los ciudadanos es un paternalismo indeseable. Y viene de inmediato la ineludible interrogación: ¿desde cuándo la práctica del bien común es populismo? Creo que el asunto quedó bien aclarado en la conciencia de la gente.

Aunque la Constitución no exige que el jefe del Poder Ejecutivo presente verbalmente ante el Legislativo la relación anual de la administración que tiene encomendada, desde tiempos lejanos los presidentes lo han hecho fundamentalmente para transformar su discurso en una exaltada apología de todas y cada una de sus decisiones, valiéndose con frecuencia de cifras improvisadas por sus respectivas dependencias o de amañadas distorsiones de la realidad, por lo que las palabras presidenciales se ven cargadas de incertidumbres, confusiones y de una retórica imprecisa y a las veces contradictoria. No es fácil hurgar en los informes las realidades del país ni tampoco percibir en tales documentos una lógica que responda a las sostenibles y bien conocidas demandas de la población.

No incurrió López Obrador en tan graves pecados capitales de la política mexicana, por una razón obvia. En primer lugar, precisó las categorías ético-políticas que guían su gobierno. Honestidad y servicio social son las normas supremas que configuran la marcha de la administración en el Distrito Federal, advirtiéndose que su realización en los hechos ha implicado, implica e implicará una lucha contra las arraigadas y complejas maniobras de una corrupción que se ha infiltrado en los órganos políticos desde los lejanos años en que el santanismo enseñoreó la vida pública. Fueron los tiempos en que las traiciones de la Angostura (23 de febrero de 1847) y Cerro Gordo (18 de abril de 1847), causaron la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano, en la guerra contra los yanquis, y en los que era posible vender franjas del país a gobernadores estadunidenses por pequeños platos de lentejas (la Mesilla, el 30 de diciembre de 1853), nubarrones que reflejarían sus negruras en otros no menos negros acuerdos, entre los que cuentan la resolución arbitral de Díaz a la huelga obrera de Río Blanco (1907), los escandalosos Tratados de Bucareli (1923) y el dulce y desastroso espíritu de Houston que cobijó el TLC (1994). En esos paradigmas morales, honestidad y servicio social, repetimos, se vienen apuntalando los perfiles que desde hace dos años singularizan al Gobierno de la capital. La eliminación de sueldos despampanantes y privilegiados de la alta burocracia, la reorganización de la seguridad pública y la participación ciudadana en los proyectos en marcha son tópicos que merecían el comentario de los diputados replicantes en el Informe del martes, porque se trata de cuestiones existenciales en la buena marcha de un gobierno que ha decidido, estoy seguro de esto, acatar plenamente el espíritu de cambio nacionalista que inspiró a los constituyentes de 1917 en los momentos en que sancionaron en el hoy queretano Teatro de la República, nuestra Carta Magna, aspecto central en la evaluación de las autoridades si en cuenta se tiene el marco general de la época histórica en que nos hallamos.

Los puntos claves del ahora son cruciales de una vieja batalla que se ha agudizado desde el principio de los años 90 del siglo xx. La caída aperplejante de la Unión Soviética abrió las puertas a una política de dominio que formaliza la expansión a escala global de los capitales productivo y financiero de los barones del dinero multinacional, bien representados en el gobierno del Tío Sam, cuya ideología está expuesta tanto en la doctrina conocida con el nombre de Consenso de Washington como en la Guía de Planeación de la Defensa (GPD) para el ejercicio fiscal 1994-1999, formulada en febrero de 1992 durante las postrimerías del gobierno republicano de George Bush (1989-1993), padre del actual presidente George W. Bush, en la Casa Blanca a partir de 2001. ¿Cuáles son las doctrinas del Consenso de Washington y de la GPD? Fundamentalmente éstas. La verdad política del Tío Sam como reflejo de la verdad política de sus altas elites capitalistas es la única verdad válida, no relativizable por nadie y consecuentemente verdad absoluta que todos los países, singularmente los del nuevo continente, deben acatar en los términos definidos por Washington. Tal verdad absoluta debe ser defendida como una necesidad de las estabilidades locales e internacional, por los organismos multinacionales como las Naciones Unidas, la OTAN o la Organización de los Estados Americanos, entre otras, mas si esta adhesión a la verdad absoluta no se consigue, Estados Unidos actuará unilateralmente. Para hacer valer la subordinación a la verdad absoluta es necesario montar un aparato militar capaz de disuadir o destruir a cualquier oponente chico o grande que disienta u objete el dogma indiscutible. En consecuencia, las soberanías nacionales de los demás como expresión de sus propios valores culturales tendrá que estrecharse y remodelarse en función del mandamiento político apodíctico. Y estas doctrinas que ya están en marcha fueron puestas en duda en el Informe de López Obrador, porque se percibe en sus afirmaciones la bandera que izó Morelos en 1813: la soberanía nacional es intocable o no es soberanía.

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