Horacio Labastida
El Informe de López Obrador
El pasado martes 17, en el tradicional palacio legislativo
en que hoy sesiona la asamblea de diputados de la capital de la República
se escenificó un Informe de Gobierno sin precedentes en la larga
y continuada historia de nuestro presidencialismo civil autoritario. El
jefe de Gobierno del Distrito Federal no sólo escuchó los
discursos críticos de la oposición, no pocos y en ocasiones
agudos, sino que con respeto dio respuesta a cada una de las réplicas
al Informe, de los distintos partidos representados en la mencionada cámara,
orientados sobre todo a cuestionar la política social, el plebiscito
sobre el segundo piso del Periférico y el Viaducto y la sin precedente
en la historia de México consulta pública que se propone
hacer Andrés Manuel López Obrador en relación con
la continuidad o revocación del mandato que le otorgó el
pueblo, debate en el que se planteó un asunto trascendental. La
atención a los viejos de más de 70 años, a los niños
de la calle, el establecimiento de preparatorias y una nueva universidad,
al auxilio a madres abandonadas, y la firme decisión de incrementar
los gastos sociales y aliviar así las pobrezas que hieren a las
más amplias capas de la sociedad, ¿pueden considerarse tales
acciones, según lo esgrimieron algunos diputados, deleznables prácticas
populistas? La respuesta fue inmediata al recordar que, amparados en el
Fobaproa, los banqueros recibieron un equivalente a la mitad de la inversión
pública federal en obras públicas por intereses de los capitales
que soporta la deuda federal en favor de la banca desde la crisis de 1995.
Este saqueo a la hacienda nacional es un mero rescate
de dudosas e ilegítimas quiebras; en cambio, el dinero ciudadano
que se aplica en beneficio de los ciudadanos es un paternalismo indeseable.
Y viene de inmediato la ineludible interrogación: ¿desde
cuándo la práctica del bien común es populismo? Creo
que el asunto quedó bien aclarado en la conciencia de la gente.
Aunque la Constitución no exige que el jefe del
Poder Ejecutivo presente verbalmente ante el Legislativo la relación
anual de la administración que tiene encomendada, desde tiempos
lejanos los presidentes lo han hecho fundamentalmente para transformar
su discurso en una exaltada apología de todas y cada una de sus
decisiones, valiéndose con frecuencia de cifras improvisadas por
sus respectivas dependencias o de amañadas distorsiones de la realidad,
por lo que las palabras presidenciales se ven cargadas de incertidumbres,
confusiones y de una retórica imprecisa y a las veces contradictoria.
No es fácil hurgar en los informes las realidades del país
ni tampoco percibir en tales documentos una lógica que responda
a las sostenibles y bien conocidas demandas de la población.
No incurrió López Obrador en tan graves
pecados capitales de la política mexicana, por una razón
obvia. En primer lugar, precisó las categorías ético-políticas
que guían su gobierno. Honestidad y servicio social son las normas
supremas que configuran la marcha de la administración en el Distrito
Federal, advirtiéndose que su realización en los hechos ha
implicado, implica e implicará una lucha contra las arraigadas y
complejas maniobras de una corrupción que se ha infiltrado en los
órganos políticos desde los lejanos años en que el
santanismo enseñoreó la vida pública. Fueron los tiempos
en que las traiciones de la Angostura (23 de febrero de 1847) y Cerro Gordo
(18 de abril de 1847), causaron la pérdida de más de la mitad
del territorio mexicano, en la guerra contra los yanquis, y en los que
era posible vender franjas del país a gobernadores estadunidenses
por pequeños platos de lentejas (la Mesilla, el 30 de diciembre
de 1853), nubarrones que reflejarían sus negruras en otros no menos
negros acuerdos, entre los que cuentan la resolución arbitral de
Díaz a la huelga obrera de Río Blanco (1907), los escandalosos
Tratados de Bucareli (1923) y el dulce y desastroso espíritu de
Houston que cobijó el TLC (1994). En esos paradigmas morales, honestidad
y servicio social, repetimos, se vienen apuntalando los perfiles que desde
hace dos años singularizan al Gobierno de la capital. La eliminación
de sueldos despampanantes y privilegiados de la alta burocracia, la reorganización
de la seguridad pública y la participación ciudadana en los
proyectos en marcha son tópicos que merecían el comentario
de los diputados replicantes en el Informe del martes, porque se trata
de cuestiones existenciales en la buena marcha de un gobierno que ha decidido,
estoy seguro de esto, acatar plenamente el espíritu de cambio nacionalista
que inspiró a los constituyentes de 1917 en los momentos en que
sancionaron en el hoy queretano Teatro de la República, nuestra
Carta Magna, aspecto central en la evaluación de las autoridades
si en cuenta se tiene el marco general de la época histórica
en que nos hallamos.
Los puntos claves del ahora son cruciales de una vieja
batalla que se ha agudizado desde el principio de los años 90 del
siglo xx. La caída aperplejante de la Unión Soviética
abrió las puertas a una política de dominio que formaliza
la expansión a escala global de los capitales productivo y financiero
de los barones del dinero multinacional, bien representados en el gobierno
del Tío Sam, cuya ideología está expuesta tanto en
la doctrina conocida con el nombre de Consenso de Washington como en la
Guía de Planeación de la Defensa (GPD) para el ejercicio
fiscal 1994-1999, formulada en febrero de 1992 durante las postrimerías
del gobierno republicano de George Bush (1989-1993), padre del actual presidente
George W. Bush, en la Casa Blanca a partir de 2001. ¿Cuáles
son las doctrinas del Consenso de Washington y de la GPD? Fundamentalmente
éstas. La verdad política del Tío Sam como reflejo
de la verdad política de sus altas elites capitalistas es la única
verdad válida, no relativizable por nadie y consecuentemente verdad
absoluta que todos los países, singularmente los del nuevo continente,
deben acatar en los términos definidos por Washington. Tal verdad
absoluta debe ser defendida como una necesidad de las estabilidades locales
e internacional, por los organismos multinacionales como las Naciones Unidas,
la OTAN o la Organización de los Estados Americanos, entre otras,
mas si esta adhesión a la verdad absoluta no se consigue, Estados
Unidos actuará unilateralmente. Para hacer valer la subordinación
a la verdad absoluta es necesario montar un aparato militar capaz de disuadir
o destruir a cualquier oponente chico o grande que disienta u objete el
dogma indiscutible. En consecuencia, las soberanías nacionales de
los demás como expresión de sus propios valores culturales
tendrá que estrecharse y remodelarse en función del mandamiento
político apodíctico. Y estas doctrinas que ya están
en marcha fueron puestas en duda en el Informe de López Obrador,
porque se percibe en sus afirmaciones la bandera que izó Morelos
en 1813: la soberanía nacional es intocable o no es soberanía.