León Bendesky
Resistencia
La economía mundial está dando tumbos sin
encontrar manera alguna de orientarse hacia el crecimiento y a mejorar
las condiciones de vida de los seres humanos. Esto ha ocurrido ya en otras
ocasiones en el curso del último siglo, como fue el caso de la gran
crisis de 1929-1933 y a mediados de los años 1970, cuando surgió
lo que se llamó la estanflación, la coexistencia de la recesión
productiva y la elevación de los precios y que obligó a repensar
la teoría y la política económicas. Ahora las dificultades
surgen luego de una larga y fuerte expansión de la economía
de Estados Unidos en la década de 1990, que funcionó como
una fuerza de arrastre y dio un contenido al proceso que se conoce como
globalización.
Los políticos y los economistas han creído
en distintas ocasiones haber encontrado la fórmula para evitar los
ciclos en la evolución de la economía y la recurrencia de
las crisis. Eso no ha ocurrido aún, por razones complejas que tienen
que ver con el propio entendimiento de las fuerzas económicas y
sobre todo de su vinculación con las motivaciones políticas
y con el entorno institucional en que se desenvuelven las relaciones en
una sociedad de mercado.
Los periodos de auge generan casi inevitablemente una
creencia de que, finalmente, se ha hallado la fórmula del crecimiento
y la estabilidad duraderas, para luego ser desmentida radicalmente por
la reaparición de la crisis y el reacomodo que ella significa. Las
crisis cumplen, efectivamente, una función de acomodo de las condiciones
sociales que es ciertamente costoso y desigual, porque la estructura de
la economía es origen y resultado, al mismo tiempo, de un entramado
de poder. Piénsese solamente que hoy, desde la izquierda, en todas
partes se demanda mayor injerencia del Estado en las cosas públicas
como forma de protección básica de los grupos de la sociedad,
pero es el mismo Estado el que crea el marco para la acumulación
del capital y hasta para la comisión de los excesos que se expresan
en la especulación y los abusos corporativos que van desde los flagrantes
delitos hasta la inmoralidad. El mercado no es una entidad autónoma
y con una vida propia con respecto del Estado. En ese dilema reside una
de las grandes crisis del pensamiento actual sobre la sociedad y provoca
un enorme desgaste en las condiciones de vida de la mayor parte de la humanidad.
Al entusiasmo que genera el auge acaban sumándose
prácticamente todos, los políticos, los técnicos,
los profesores y, sobre todo, los dueños del dinero. Pero eso suele
pagarse caro: unos pueden perder las elecciones, otros tienen que desdecirse
de sus análisis o pasar de moda y los que mueven los grandes negocios
minimizan sus pérdidas y reacomodan sus posiciones en la guerra
para limitar la competencia. Obsérvese lo que ocurrió en
la mayor economía del mundo, la de Estados Unidos: hasta las voces
que en un principio advertían de la fragilidad intrínseca
del auge sostenido por la especulación bursátil sucumbieron
al entusiasmo y han quedado al margen. La estructura corporativa se ha
desfondado en un mar de ilegalidad y corrupción de la que sólo
se conoce aún una parte. El gobierno del señor Bush recibió
una situación financiera con excedentes, en tan sólo año
y medio ha llevado nuevamente al déficit. El único discurso
posible de la más grande potencia del mundo es el de la guerra.
Hoy tenemos enfrente pocos argumentos relevantes para
comprender este nuevo periodo de crisis. El crecimiento del producto es
muy lento, con el consiguiente desempleo y marginación, la situación
de las finazas públicas es frágil y compromete la prestación
de los servicios sociales, la gestión monetaria reduce las tasas
de interés, pero la inflación no baja lo suficiente y junto
con los altos impuestos hace poco atractivo el ahorro. Pero la trampa es
que en esa situación tampoco se fomenta el consumo y la inversión
como fuentes para recuperar el crecimiento. La noticia económica
más popular es la de las fuertes caídas de los mercados accionarios
alrededor del mundo.
No hay un pensamiento de alguna claridad que oriente las
acciones de los gobiernos o de los organismos internacionales. La pérdida
de relevancia y la sumisión de estos últimos puede verse
en su participación en la crisis de Argentina. Al mismo tiempo la
crisis política se hace cada vez más evidente en la incapacidad
para reorientar a la sociedad por un camino más productivo y solidario
y en la confrontación creciente que significa la guerra y su inminente
extensión a una escala que será seguramente muy destructiva,
como sucede en el Oriente Cercano.
A veces nos es difícil, o bien nos resistimos como
manera de mantener una mínima cordura, a reconocer la enorme incapacidad
de los gobernantes y de las instituciones que deciden prácticamente
en todo momento nuestras condiciones de existencia. Pero tal vez una prueba
de salud mental, de resistencia, sea la de aceptar abiertamente esa situación.
Repasemos el elenco que tenemos enfrente, coloquemos los hechos sobre la
mesa. El resultado de este ejercicio no es alentador y esa condición
no va a cambiar pronto, al contrario, todavía tiene lugar para agravarse.
Los problemas no se están resolviendo y los conflictos lejos de
empezar a superarse, están, en cambio, en una etapa de empeoramiento.