CON VISTA AL ZOCALO
José Agustín Ortiz Pinchetti
Tlatelolco: los efectos de la tragedia
EL HACHAZO de Tlatelolco ha dejado daños en la conciencia colectiva. Significó para la capital el fin de la inocencia. Todos, desde la minoría dirigente hasta los intelectuales críticos y la Iglesia, se doblegaron ante el poder del Estado, y callaron. Con excepción de Octavio Paz, nadie en el gobierno renunció. Los padres de las víctimas enterraron en secreto a sus hijos, y del estupor de la matanza pasamos a la maravillosa fiesta olímpica. La noche de la clausura, millares de entusiastas recorrieron la ciudad gritando hasta desgañitarse: "šMéxico!, šMéxico!", sin temor a ser apaleados o asesinados por la policía.
YO TRABAJABA en mi despacho a unos dos kilómetros de distancia, cerca del palacio de Bellas Artes, y a la hora de la matanza -seis de la tarde- estaba en una junta de negocios. Oímos los tiros y las sirenas de las ambulancias. Al terminar me dirigí a Tlatelolco sin saber lo que había sucedido. Vi con horror cómo paramédicos bajaban muchachos muertos de los edificios, y cómo en las bocacalles la multitud insultaba a los soldados que patrullaban la zona. Eran las ocho de la noche. Había llovido. Todavía se oían tiros aislados. Poco a poco me di cuenta de la dimensión del desastre. Al comunicarme a casa supe que mi hermano Francisco, periodista, había estado en los sucesos y después de recibir un tiro en una pierna, había sido secuestrado por los comandos reconocidos como la brigada blanca. Fue liberado al identificarse como reportero.
ESA NOCHE fui a Excélsior, donde trabajaba Francisco y donde se refugió. Ahí platiqué con él. Nadie salía de su estupefacción, y nadie sale hasta ahora, porque no puede entenderse la salvaje reacción del gobierno. Las respuestas podrían estar en la patología del presidente Díaz Ordaz, que no toleró el reto de los estudiantes. Era un colérico enfermizo con un historial de autoritarismo y represión eficaz de protestas de trabajadores, estudiantes y médicos. El y su jefe de Estado Mayor habían decidido todo según una delirante fantasía de golpe de Estado, un complot comunista que debían aplastar por patriotismo.
HAY QUE reconocer que Díaz Ordaz acertó al menos en una cosa. Su acto de terrorismo tuvo éxito. El conflicto con el movimiento estudiantil se disolvió. Los jóvenes se replegaron y el pueblo que los había aplaudido en las calles se sumió en el silencio. La campaña de defensa del gobierno fue muy efectiva, impulsada desde los noticiarios de la televisión y repetida en casi todos los periódicos. Los alborotadores habían disparado contra el Ejército. Bastó con que Abel Quezada publicara en Excélsior uno de sus cartones, un cuadro negro encabezado por la palabra ƑPor qué?, para que se lanzara una ofensiva feroz contra el periódico y contra su director, Julio Scherer.
EL 2 de noviembre de 1968 los muchachos y los deudos de los muertos formaron con velas y flores de cempasúchil una gran V en la explanada de Tlatelolco. Estuve ahí y me llegó fuerte el dolor de 200 o 300 personas bajo la mirada salvaje de los granaderos. Vi los impactos de las balas sobre los edificios y las manchas de sangre que, resistentes al detergente, permanecían en el tezontle. Desde entonces México no ha dejado de perder batallas; con el candor se fue también nuestro proyecto de nación.