Hermann Bellinghausen
Fieras fronteras. Un prólogo con cuento
Entre que fue Día de Muertos, un francotirador en Washington alcanzó los titulares y míster Putin mandó rociar un teatro lleno, la muerte -como quiera un tema eterno- se puso de moda. Luego que ahora el imperio ha fundido guerra y asesinatos con espectáculo. Sus sociedades (que llamar "metropolitanas" se antoja inadecuado) han sido adiestradas para consumir entretenimiento. Sociedades glotonas que no distinguen entre realidad, show y fantasía. Así como hay personas que no toleran el gluten o la lactosa, una sociedad entretenida se indigesta y paraliza cuando la realidad la alcanza; la dosis, a veces dolorosa pero necesaria, ha de ser pequeña, y de preferencia con capa entérica.
Pero la muerte (el miedo a, el deseo de, la fascinación por, el hecho mismo) resulta inevitable y real. Es, y punto. La variedad reside en los procedimientos (descartando todas las causas consideradas, con justa razón, "naturales"). El imperio (cualquier imperio, y más el de ahora) lo sabe. El mejor vehículo para la muerte, cuantimás si se desea en cadena, es el odio.
Por eso a los condenados (a muerte) de la Tierra se les educa, meticulosa y brutalmente, en las academias del odio. Hacerlos odiar, infectarlos, forma parte del procedimiento central de exterminio. Y control: ni modo de acabar con todos-todos; sí que hay demasiada gente en el mundo, pero hace falta conservar alguna, al menos mientras no se perfeccionan las máquinas sustitutas.
Un auxiliar importante en la ruta pavloviana del odio es el desquiciamiento de las fronteras. Que sean inestables, peligrosas, e irresistibles. El imperio nuevo no necesita murallas, porque las ha perforado. Para el imperio, las fronteras no existen. Mas para quienes se encuentran del otro lado proliferan. Las tangibles y las intangibles.
Mientras las sociedades entretenidas dormitan en la creencia de que el mundo ya no tiene fronteras, el resto de los mortales (doblemente mortales ellos) están atrapados entre ellas. Un método de control, y de tortura: te condeno a vivir entre fronteras, te condeno a necesitar cruzarlas para vivir. Te mato si no las cruzas, y si las cruzas te mato. El resto es videojuego.
Desde que llegamos al norte, no nos hemos podido mover. Seguimos viendo por dónde. Del otro lado han puesto más vigilancia. Un regimiento de su fuerza lo emplazan en la raya, permanentemente. Para nosotros.
Queremos cruzar porque está en nuestra naturaleza. Y además no tenemos más remedio. Ellos lo saben: su misión es disuadirnos. Ellos y la Muralla de Jade que levantaron los primeros emperadores y ha permanecido. En ruinas.
Sueltan perros amaestrados para morder a gente que huele como nosotros. Disparan cápsulas de gas irritante, lacrimógeno, paralizante. Si no emplean los gases letales es porque no hace falta. Con los gases "blandos", y uno que otro tiro limpio, ya no necesitan envenenarnos.
Envenenados estamos. Nos enseñaron a odiarlos. Todos queremos paso, pero algunos han llegado a confundir su meta y creen que nuestra misión es barrer a los del otro lado. Allí es donde digo que nos envenenaron. Originalmente venimos para cruzar. El odio nos viene de que ellos sueñan acabar con nosotros. Ellos nos contagiaron.
Cruzaríamos por trabajo, por salvar la vida o por alcanzar a quienes nos esperan ya del otro lado.
Todo nos delata. El color, los modales, la vestimenta, el idioma. Nos tienen cuadriculados. Pretextando que vigilan nuestro paso ilegal, dan dentelladas espantosas a los bordes de nuestro norte. Ellos son los que avanzan. Van ocupando esta pobre tierra, la estrangulan de mil maneras. Y nosotros dentro. Quieren un inmenso pastizal abonado en los despojos de nuestros muertos.
Nosotros alcanzamos la línea hace quince días. Otros llevan meses. Los que llevan años más bien se quedaron a vivir aquí, dedicados al comercio con los que se van y los que, penetrando, nos llegan. No necesitan irse. Pronto, las dentelladas del vecino los devorarán en blandito. Adoptarán la moneda y digerirán las creencias de allá. Siempre hay gente así en las fonteras, desde que el mundo es grande.
Cuando era chico, dicen, el mundo, no alcanzaba una vida para encontrarle límite. La frontera, se pensaba, es el infinito.
Ahora es una muralla rota, una línea de fuego, una oruga de buldózer, una brigada de demoliciones, garitas vueltas barricadas.
Tanta disuasión ha tenido un efecto contrario: más ganas nos dan, más motivos. No nos detienen. Pero una cosa temen: si la hacemos, les podríamos ver la espalda. Y eso no lo toleran. ƑY saben por qué? Porque cubren con gasas y desinfectantes inútiles sus espaldas agusanadas y tumefactas.
Esa es la otra pudrición que vienen a contagiarnos: la venganza. Creo que preferiríamos desaparecerles nuestro rastro, dejarlos atrás y aliviarnos del control de sus filos, cadenas, balas y venenos; de sus muros; de esos perros amaestrados para olernos.