León Bendesky
Gasolina y otras cosas
El gobierno anunció hace unos días que el precio de la gasolina en las principales ciudades de la frontera norte bajaría para igualarse con el del otro lado. La reducción sería en promedio del orden de 40 por ciento o más aún en esas localidades, lo que permitiría, según dice el argumento oficial, recuperar el mercado de la gasolina tipo Magna y mejorar las condiciones de la competitividad de las actividades económicas de la zona. Ambas cuestiones parecen tener sentido en la forma en que han sido presentadas; sin embargo, ponen de relieve una serie de asuntos sobre política económica que conviene revisar.
La diferenciación de las medidas de gestión pública a escala regional es justificable en razón de que siempre existen condiciones distintas que pueden ameritarlas. Pero el caso concreto de la gasolina plantea una pregunta de modo inmediato: Ƒpor qué existe una diferencia de precios tan grande en un producto igual entre los dos países?
En una economía abierta casi en su totalidad, como es el caso de la mexicana, lo que se paga por ella debería tender a ser igual en ambas partes y lo que determina la diferencia es la forma en que se fijan los precios. De manera contraria a lo que podría pensarse esto no proviene del hecho de que Pemex actúe en el mercado como monopolio, pues la política de precios de los bienes que produce el Estado se define en la Secretaría de Hacienda y se hace en función de las exigencias del presupuesto federal, no en términos de las condiciones de eficiencia y rentabilidad de la empresa que explota los recursos petroleros y los productos derivados, como es el caso de la gasolina.
México está exportando petróleo a precios relativamente altos, no obstante, el precio de la gasolina aumenta cada mes, acrecentando la diferencia con el que prevalece en Estados Unidos.
El mercado de la gasolina no expresa los cambios en los costos de producirla, sino una exigencia fiscal derivada de la crisis estructural que padecen los ingresos públicos. Y la situación se agrava por la falta de independencia financiera, así como de inversiones de Pemex; esto hace que la capacidad de producir gasolina sea insuficiente y tengamos que importarla. Esta es una fuerte distorsión del mercado, cosa ya de por sí notoria en el marco de una política económica que dice privilegiar las fuerzas del mercado.
Los consumidores no tienen ningún beneficio derivado de la abundancia de petróleo y no debe olvidarse que todos la consumimos directa o indirectamente, pues es parte del costo del transporte en general y de todos los productos. Pero es también una distorsión del sentido de la empresa pública, pues la hace aparecer por naturaleza ineficiente y evita poder constituirla en un factor del desarrollo y, en cambio, la sitúa como una carga para la sociedad. Ese ya no es sólo un elemento de mala administración pública, sino que tiene también tintes ideológicos muy claros.
Si se coloca el caso de la gasolina en el terreno que, se dice, representa una ventaja regional para la economía de la zona fronteriza o que incluso mejora las ventas de Pemex, se verá que tales beneficios son cuestionables. Igualmente, si se ve que significa una forma de carga para los consumidores -individuos y empresas- del resto del país. Es un caso distinto al de la energía eléctrica, mercado en el cual existen tarifas diferenciadas por razones asociadas con el clima, lo cual es más justificable porque esa condición hace que sea un producto cuyo consumo no es homogéneo, por lo que el costo desigual se justifica tanto para la Comisión Federal de Electricidad como para los usuarios del servicio.
Los políticos que se especializan en decir lo obvio han criticado al presidente Fox por usar esta medida como recurso político para el periodo electoral de 2003. Lo que está en juego es más que el rendimiento político de corto plazo, que bien puede ser muy bajo. Se trata de la naturaleza de la política económica que se aplica en términos regionales y la referida al sector energético en su conjunto; se trata de la existencia de las empresas públicas como palancas de crecimiento y de la conformación de un escenario real de competitividad del conjunto del sistema económico.
En este sentido el asunto se ubica en la serie continua de fricciones que existen en ese terreno del bienestar. Véase, por ejemplo, el reciente caso de los recursos de apoyo al campo para enfrentar la apertura del sector el año entrante. No sólo se cuestionó el monto, sino el presupuesto total asignado a la Sagarpa, que el secretario Usabiaga se apresuró a confrontar, quién sabe por qué, con los recursos excesivos que recibe el IFE. Se trata de la concepción de lo que significa el Estado en esta sociedad y de la estéril disputa en que seguimos metidos en cuanto a la relación con lo que puede y tiene que hacer el mercado. Se trata, finalmente, de las condiciones financieras del gobierno, que en lugar de ordenar la política económica hacia los fines que declara provoca crecientes tensiones que mantienen a la sociedad estancada y en el marco de constantes conflictos.