PREMIOS NACIONALES /ELENA
PONIATOWSKA, GALARDONADA EN LINGÜISTICA Y LITERATURA
Escribo todos los días; me siento de 17 años
LOS JOVENES ME ENSEÑAN SU FRESCURA Y SUS GUSTOS;
ME PONEN AL DIA
La autora de La piel del cielo expresa que desearía
hacer una pausa para regresar con más fuerza
MONICA MATEOS-VEGA
Elena Poniatowska no piensa en premios. La energía
que la mueve es su inagotable pasión por escribir y por convertir
al periodismo en una herramienta al servicio de la sociedad. Vive prácticamente
acosada por decenas de invitaciones para presentar libros, escribir prólogos
o participar en mesas redondas. Casi todo el año su agenda está
repleta.
No obstante, tanta actividad no la agobia. Al contrario,
su empeño es tenaz ante reportajes en torno a temas que develan
injusticias o entrevistas a diversos personajes. Todo ello la hace sentirse
"como de 16 años, bueno de 17", y muy extrañada cuando alguien
le ofrece el brazo para ayudarla a caminar, "como si me fuera a desmoronar".
Con esa juventud a cuestas, Elena piensa que recibir el
Premio Nacional de Ciencias y Artes 2002 en el campo de Lingüistica
y Literatura es "algo muy raro", pues considera que ese tipo de reconocimientos
"son como de consolación".
En una conversación con La Jornada, en la
casa donde vive rodeada de libros, de flores, de fotografías de
familia -un lugar especial ocupan las de sus nietos-, la autora de La
piel del cielo (premio Alfaguara 2001) asegura que está decidida
a poner un letrero en su puerta para que nadie la interrumpa e iniciar
la escritura de una nueva novela sobre Demetrio Vallejo y el movimiento
ferrocarrilero. Pero sabe que será una misión muy difícil,
pues confiesa que padece el problema "gravísimo" de no saber decir
"no".
Una princesa en el exilio
Hélène
Elizabeth Louise Amelie Paula Dolores Poniatowska nació en París
el 19 de mayo de 1932. Su madre, la escritora Paulette Amor, era hija de
una familia porfiriana exiliada tras el triunfo de la Revolución
Mexicana. Su padre, Jean Evremont Poniatowski Sperry, era heredero de la
corona polaca.
La "princesa Poni" -como la llaman afectuosamente
sus amigos- llegó a México en 1941, cuando su madre huyó
de la Segunda Guerra Mundial acompañada por sus pequeñas
hijas, mientras el jefe de familia se alistaba en el ejército francés.
A los 20 años de edad Elena decidió dedicarse
al periodismo y empezó a trabajar en el diario Excelsior,
escribiendo crónicas de sociales que firmaba simplemente como "Hélène".
En esa época, recuerda, una mujer reportera era
"un bicho raro, alguien casi un poco loco. Porque las mujeres que hacían
algo así era porque se querían exhibir, con un gran afán
protagónico. Quizá porque cuando eres joven tienes muchas
ganas de que te quieran o de buscarle una razón a tu vida.
"Pero yo no deseaba firmar mis notas con mi nombre, me
quería llamar Dumbo, pues me hacían muchas bromas
ya que Poniatowska, por 'towska', se presta a un montón de chistes
y se oye muy fuerte. Es que los nombres polacos se oyen como trompadas.
Además, siempre me preguntaban si era una espía rusa.
"Había injusticias en el trato que nos daban a
las mujeres periodistas, como que nos amarraban y aprisionaban en la sección
de sociales. No nos dejaban salir, estábamos confinadas, porque
decían que las mujeres trabajaban ahí MMC, es decir,
'mientras me caso', para pescar a un periodista. Pero creo que lo peor
que le puede suceder a una mujer en este mundo es casarse con un periodista:
son borrachísimos y luego con el pretexto de la nota llegan a dormirse
a su casa a las cuatro de la mañana, ¿verdad? ¿Todavía
son así?"
Elena sonríe al comentar que ahora las redacciones
están llenas de mujeres, incluso hay varias que son directoras,
señala; y recuerda que fue con tenacidad como logró romper
el cerco de la sección de sociales para iniciar la escritura de
crónicas que cuestionaban los absurdos de la vida citadina.
Si ahora pudiera aconsejar a esa Elena que cambió
un principado europeo por el periodismo mexicano, Poniatowska quisiera
"insuflarle todo lo que sé ahora, decirle que no fuera tan crédula,
tan babosota, tan bestia peluda, que creyera más en sí misma,
que tuviera fe en sus propias posibilidades. Y no que se conociera mejor,
porque eso es realmente deprimirse. Pero si me topara con ella le daría
mucha fuerza, la que no tuve entonces".
-¿Cómo adquirió malicia?
-No creo que haya sido maliciosa. Al principio tuve, y
todavía tengo, una espeluznante educación de convento de
monjas, y antes no sabía absolutamente nada acerca de mi país.
Conocí México por medio de mis entrevistados, fueron maestros
insuperables que además se hacían mis amigos. Eso me nutrió
mucho.
"No fui ingenua, pero babosa y crédula creo que
todavía lo soy. Todavía meto muchísimo la pata. Me
dicen cualquier cosa y todo lo creo.
"Pero escribo diario y demasiado. Incluso debería
hacer una pausa, pues creo que cuando uno se obliga a descansar unos días
regresa con más fuerza."
La
autora de la "triste, muy triste" novela La noche de Tlatelolco
(Era, 1970) confiesa su secreto de juventud: su cercanía con los
muchachos, sus admiradores, sus lectores, que ella considera "mis maestros,
porque me enseñan su frescura, sus gustos, me ponen al día,
al igual que mis hijos, que me dicen: '¡aliviánate y enchúfate!'"
Elena también se encuentra preparando el tomo ocho
de Todo México, colección que comenzó en 1988
y reúne las conversaciones que ha sostenido con personas como Jorge
Luis Borges, Alfonso Reyes, Gunther Gerszo, Pedro Ramírez Vázquez,
Julián Carrillo y María Conesa, entre muchos.
-¿Se ha quedado con ganas de entrevistar a alguien?
-Sí, cómo no. Por ejemplo a Nelson Mandela.
Y recuerdo que quería entrevistar a Gerardo Murillo, el Dr. Atl,
y él quería. Lo vi en un taxi, me dio una carta firmada por
Diego Rivera y me dijo: 'Elena, se la regalo, hábleme mañana
para concertar la entrevista'. Le dije: '¡claro!', pero no le hablé
al día siguiente, y al otro se murió. ¡No sabes cómo
me sentí!
-¿Y escribir sus memorias?
-No me dan nada de ganas porque uno se refleja en todo
lo que escribe, y no hace falta más. Además, las memorias
son aburridísimas. En mi caso haría una insistencia tremenda
en todos mis errores. Y quizá en la locura de mi familia materna:
la tía Pita Amor estaba loca, a la tía Adelaida Amor le ponían
camisa de fuerza. Pero es una locura padrísima, que aunque destruye
al que la tiene no le hace daño a los demás ese consumirse
en el fuego.
Con mirada pícara concluye: "Prefiero mil veces
pertenecer a una familia así que a una de banqueros".