Luis Linares Zapata
Privilegios fiscales: erosión de la República
La aspiración republicana en México tiene mucho de oropel en su realidad. La dorada envoltura señala poderes independientes en tres niveles distintos y, en cierta medida, sobre todo en los años de la transición, se ha conseguido establecerlos de esa difícil manera. El Legislativo discute a fondo las iniciativas, en su mayoría enviadas por el Ejecutivo, el cual se ha ido constriñendo hasta casi no ser reconocido como el coágulo de poder que otrora fue. El Judicial, en específico la Suprema Corte, va llenando con decisiones precisas el papel de ella esperado, y la confianza colectiva en el tribunal de última instancia se refrenda con el paso de los días. Actores adicionales han aparecido rellenando el cuadro de instituciones cruciales: el IFE y el TEPJF son algunas de importancia destacada que han hecho creíbles y aceptados los procesos electorales, base de toda legitimidad de los cargos públicos.
Los gobernadores estatales, antes tan sumisos al presidente en turno a cambio de desplegar su rango de influencia como virtuales caciques regionales, entran a la contienda con una voz que poco a poco se renueva y transforma. Ya no tienen el mando absoluto de sus demarcaciones. Muchos se ven obligados a lidiar con mayorías opositoras tanto en sus congresos como en sus municipios o con ambos a la vez. Eso los modera, matiza y balancea el alcance y la orientación de sus decisiones. Faltan todavía controles sociales mayores que los acoten más e influencien sus mandatos para que la voz pública sea cada vez más participativa. La misma asociación que recientemente pusieron en marcha, la Conago, se ha establecido como personaje medular del ámbito colectivo, dando densidad al juego democrático del país.
Pero muchos de los valores que sostienen a la República están erosionados por completo. Los largos años de trasiego interesado, clientelar, timorato y faccioso con que funcionó la interacción sociedad-gobierno los ha desfigurado de tal manera que es difícil reconocer al México actual como una república justa e igualitaria, dos atributos sustantivos de su ser. Una de las claves para la crítica de tal situación nos la presenta el sistema impositivo que la nación se ha dado. La primera característica es su parcialidad, de la que derivan varios defectos adicionales. Pocos son los que cumplen con la primera obligación de un ciudadano: pagar sus impuestos. Otros muchos lo hacen en escalas menores a sus ingresos y una gran parte los evaden del todo. Esto da como resultado una hacienda raquítica que no puede responder a los imperativos que demandan las necesidades de la población en los diferentes aspectos de vida económica, política, cultural o social.
Más que un sistema impositivo se tiene uno de excepciones, de tal magnitud que no resulta ni eficiente y menos aún equitativo. Aquí todos tienen una razón de peso para no pagar. Ya sea que se trate, como en días pasados, de los burócratas sujetos a condiciones de trabajo o a la precariedad de colonos urbanos que no resisten más que bajas tasas por el uso de agua potable. Ellos, los burócratas, lo han ganado con el tiempo, son derechos adquiridos, sostienen alebrestados muchos diputados. Pero los argumentos cambian según los nombres y las ocupaciones para ser catalogados como sujetos de no pago. Trátese de individuos, como los que ganan menos de tres salarios mínimos, curas o herederos. O las empresas químico-farmacéuticas, las agroempresas, los campesinos, los transportistas (apoyos de campaña los justifican), los habitantes de las fronteras, de las regiones calientes, los que comen en restaurantes, reciben bonos secretos y otras prestaciones de lujo, los amparados en derechos de autor (o los pintores que pagan en especie, lo mismo que hacen radiodifusores y televisoras), los libreros, periódicos, ahora por ser expulsados del beneficio, los revisteros. También reciben trato preferencial los grandes y pequeños corporativos que "tributan" de manera compensatoria entre sus múltiples empresas las utilidades en bolsa y demás ganancias de capital; hasta hace poco los toreros no lo hacían. Todos ellos, sin ser los únicos, tienen exenciones considerables o mera tasa cero. No han importado, para sostener los privilegios de grupo, las específicas determinaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la inconstitucionalidad de ciertos acuerdos del Legislativo, las presiones sobre diputados o senadores, o sus obligaciones partidarias cuentan más y les hace temblar el pulso y la conciencia. El resultado es claro y cada vez más oneroso para la marcha y el desarrollo del país. No se cuenta con los recursos públicos para enfrentar los retos del crecimiento sostenido ni para financiar una calidad de vida aceptable.
Los 1.5 billones de pesos presupuestados para 2003 bien podrían alcanzar 8 o 10 por ciento adicional del mismo PIB con una reforma adecuada y hasta de mediana estatura, 450 o 600 mil millones de pesos, suficiente para dejar a Pemex sus ingresos para invertir y aumentar reservas y para financiar la autonomía de la Comisión Federal de Electricidad. Se cumpliría con 8 por ciento a la educación de inmediato y quedarían remanentes para solventar necesidades de infraestructura de comunicaciones. Sobraría aun para integrar un eficiente sistema de salud. Y todo, en dos o tres años. Lo demás son cuentas poco claras y muy tramposas de unos legisladores que durante años no han sabido estar a la altura de sus obligaciones y a una sociedad que no tiene inculcados los básicos valores de la vida republicana para asegurar la propia conveniencia.