Soledad Loaeza
La avanzada
En sus Memorias sobre la revolución de 1848 en Francia, Alexis de Tocqueville describe la manera en que en nombre del pueblo, los demagogos destruyeron las instituciones parlamentarias y abrieron el camino para que Luis Bonaparte llegara al poder y desde ahí impusiera el régimen autoritario del segundo imperio. Muchas de las escenas ahí descritas, sobre todo las relativas al asalto al parlamento, evocan lo que ocurrió aquí en México en la Cámara de Diputados el pasado martes 10 de diciembre. La lectura de este texto también nos recuerda que los políticos producen acontecimientos, pero rara vez los reflexionan y casi nunca los comprenden. De ahí que cuando las grandes tragedias ocurren, cuando los proyectos democráticos se colapsan, los políticos se muestren sorprendidos y busquen a los responsables en todos lados menos en su propio comportamiento.
Estos hábitos de la especie no excusan la hipocresía de algunos funcionarios y políticos y la pasividad de otros. Los penosos sucesos de aquel día no pueden pasar simplemente al olvido, ni quedar almacenados en el repertorio de errores involuntarios, de "consecuencias imprevistas", de una determinada estrategia o de una declaración pública, entre otras razones porque tienden a repetirse en forma aterradora, y porque hombres y mujeres públicos están obligados a calcular los riesgos de sus acciones y de sus palabras.
La violenta irrupción de barzonistas y grupos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en el recinto parlamentario para imponer a los legisladores la solución de sus demandas fue un acto gravísimo cuyas consecuencias deberíamos empezar a deplorar desde ahora. No podemos hacer como que aquí no ha pasado nada, como ocurrió en 1999 con el CGH y el paro en la UNAM; como se ha hecho con los activistas que pararon la construcción del aeropuerto en el estado de México, con machetes en la mano; o como hacemos todos los días los habitantes de la capital de la república, que miramos inermes a los grupos de movilizados que cotidianamente bloquean las calles de la ciudad y ocupan plazas y jardines con absoluta indiferencia a las condiciones mínimas de una convivencia civilizada. En apariencia, las autoridades federales y locales piensan que efectivamente todo se arregla con sentarse a platicar y tomarse un cafecito endulzado con promesas, la primera de ellas, que no se aplicará la ley.
Querámoslo o no todos estos acontecimientos han tenido -y seguirán teniendo de no detenerse- un efecto acumulativo que está minando algunas de las conquistas más sentidas de la transición mexicana: el afianzamiento del voto como instrumento privilegiado de competencia política, la existencia de un régimen de partidos plural y competitivo, y un Congreso activo que es un verdadero contrapeso al Poder Ejecutivo. No es exageración decir que los actos colectivos de protesta de tiempos recientes tienen un poderoso impacto destructivo sobre la incipiente cultura democrática mexicana.
En lugar de voltear la página tendríamos que reflexionar seriamente acerca de las previsibles consecuencias de los continuos enfrentamientos entre las instituciones de la democracia liberal que nos hemos dado, con las estrategias y acciones de quienes siguen pensando que estábamos mejor cuando el Presidente de la República podía gobernar sin estorbos.
Curiosamente en este punto coinciden grupos de la izquierda perredista con muchos foxistas dentro y fuera del gobierno, cuyas denuncias y críticas al Congreso están pavimentando el camino para que volvamos al México presidencialista que fue la perdición del PRI, y que sería en esencia exactamente lo mismo encabezado por Vicente Fox, por Andrés Manuel López Obrador o por alguno de los delfines Cárdenas.
Muchos acusan al Congreso de obstaculizar las acciones del gobierno; pero, tomando en consideración que para bailar el tango se necesitan dos, bien podríamos cambiar la perspectiva y preguntarnos si no es acaso el gobierno el que obstaculiza las labores del Congreso. Por ejemplo, muchas propuestas del Ejecutivo llegan al Congreso sin que el propio gobierno haya hecho su trabajo de convencimiento con los grupos involucrados o en el seno de la opinión pública. Es una ingenuidad pensar que los legisladores de la oposición deben hacer este trabajo.
Por otro lado, en la izquierda mexicana existen corrientes antiparlamentarias que siguen desconfiando de las instituciones políticas liberales, en particular de congresos plurales que se resisten al ejercicio personalizado del poder. Basta recordar las críticas de López Obrador a los asambleístas o al Congreso. Como ellos muchos hay que sin decirlo abiertamente suspiran por la arcadia presidencialista. De ahí que el individuo que entró a la cámara el martes pasado no era simplemente un comediante que quiso emular al subcomandante Marcos o a Pancho Villa. Era también parte de la avanzada de la restauración del presidencialismo.