Adolfo Sánchez Rebolledo
La democracia recortada
Hay un problema con la valoración de la democracia por parte de nuestra clase política. Ni siquiera porque su futuro está atado -les guste o no- al funcionamiento de las instituciones, a los políticos profesionales les preocupa poco fortalecer y desarrollar una verdadera cultura democrática.
De palabra todos se manifiestan respetuosos del estado de derecho, pero cuando se trata de diseñar el presupuesto, generalmente ponen en la picota el crecimiento de la partida para el Poder Judicial. El asunto es delicado, habida cuenta la progresión del delito y las fallas sempiternas de la administración de la justicia. Sin embargo, ya va siendo costumbre que a la hora buena se le apriete el cinturón al Poder Judicial y éste no reciba lo que solicita, al punto de que el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación plantea la posibilidad de buscar por otros medios la autonomía financiera de la institución.
Un segundo caso que merece subrayarse es el que se refiere al Instituto Federal Electoral (IFE), cuyo presupuesto es objeto de ajustes cada año. Llama la atención que las tijeras se aplican al gasto corriente de la institución y no a los enormes recursos que por ley reciben los partidos. Nadie puede oponerse a la austeridad presupuestaria del Estado, sobre todo cuando los tiempos económicos no auguran nada bueno, pero lo menos que puede pedirse a los señores legisladores es una explicación racional de los motivos que los llevan a sacrificar un rubro por otro.
Lo más extraño de la reducción al IFE es que a nadie pareció preocuparle que ahora entramos de lleno en la etapa más costosa del proceso electoral, la que exige mayores recursos para, entre otras cosas necesarias, asegurar la capacitación de decenas de los miles de funcionarios cuya participación es garantía de imparcialidad y profesionalismo. Ninguno de los diputados, hasta donde se sabe, pidió la palabra para defender la propuesta presupuestal que el IFE había entregado para su posible aprobación. Silencio.
Si el problema fuera sólo asunto de pesos y centavos cabría pensar que los legisladores están presionados por problemas gravísimos a los que debe atenderse sin dilación, pero mucho me temo que en el fondo de esas actitudes está cierto conformismo partidista, la creencia de que en términos electorales ya estamos del otro lado y con lo que tenemos basta y sobra. Una vez alcanzada la alternancia, a muchos les parece que invertir en las instituciones democráticas es un lujo prescindible, pues dan por supuesto que los cambios son irreversibles y... gratuitos.
Seguramente llegará el tiempo en que la organización de las elecciones y su vigilancia se conviertan en una tarea puramente administrativa, mucho menos costosa, y las prácticas democráticas se hagan parte de las costumbres públicas. Pero creer que hoy estamos en ese limbo es, por lo menos, una ingenuidad.
La crispación de nuestra vida política y las notorias deficiencias de la cultura democrática nos obligan a mantener vigentes las instituciones que en México la promueven y profundizan. En un país donde todos los días se cuestiona sin que nada pase la legitimidad del Congreso, de los partidos, de los jueces, de la autoridad electoral, no puede hablarse seriamente de vida democrática.
Mientras el estado de derecho sea (en el mejor de los casos) sólo una hipótesis de trabajo, la democracia mexicana estará incompleta y nos hallaremos a merced de los intereses que de hecho dominan y deciden por los ciudadanos, aunque lo hagan en su nombre.
Consolidar la democracia supone reforzar la credibilidad de la administración de la justicia y revalorar los principios y las reglas de la competencia electoral, no minimizarlas.