Olga Harmony
Los dos lados del espejo
Si el teatro es el espejo de la vida -cóncavo lo llamó Ramón del Valle Inclán en una de sus citas más citadas extraída de Luces de Bohemia- hay momentos en que como la Alicia de Lewis Carroll, ésta lo traspasa y se vuelve reflejo del reflejante. En general, los dramas sí resultan espejo de las pasiones, los actos y situaciones de los humanos, a veces casi de manera inmediata, como ocurre en el teatro testimonial que inició en el siglo pasado o en un teatro de contingencia, como el de los argelinos durante la guerra de Argel y, para no ir tan lejos, lo que intentó Casa de Teatro con sus ciclos de Teatro clandestino. Y no sólo ocurre en el drama, sino en algunas escenificaciones, como la que dirigió en los años 60 José Solé de Las troyanas, de Eurípides, con esas cercas de bambú que nos remitían a Vietnam. O aun sin que el montaje se lo proponga, como ocurrió con la versión de José Emilio Pacheco a El cerco de Numancia, de Cervantes, que dirigió Manuel Montoro en 1974 y en cuyas representaciones no dejó de escucharse el grito de ''Viva Allende", como ahora se escucharía el ''Viva el EZLN" (y por cierto, Alicia Martínez montó su versión ''chiapaneca" de la obra de Cervantes, a la que intituló El cerco).
Está casi todo Brecht con sus cinco maneras de vencer las dificultades para decir la verdad con que intentaba despertar conciencia en la Alemania que arribaba al nazismo. La guerra preocupó notablemente a los dramaturgos del siglo XX con la lucidez que podemos encontrar en las líneas de Karl Kraus en el prólogo a su monumental Los últimos días de la humanidad: ''Quisieron conquistar el mercado mundial -el objetivo para el que habían nacido- con armaduras de caballero...", a propósito de la Primera Guerra Mundial, lo que no está lejos de lo que ocurre ahora.
Entre nosotros, los dramaturgos del norte del país se ocupan de la suerte de los indocumentados, quizá sea El viaje de los cantores, de Hugo Salcedo, la más conocida pero no la única que se ocupa de un tema que va cobrando fuerza en la dramaturgia regional conforme el problema se agudiza. La horrible suerte de las muchachas sacrificadas en Ciudad Juárez ha tratado de ser desentrañada por Antonio Zúñiga y Víctor Hugo Rascón Banda, este último el autor nacional que más se preocupa por reflejar lo que ocurre en el país.
Lo contrario sucede a veces, como si algún drama previera lo que ocurrirá o como si algún suceso actual encontrara un eco lejano en una obra de teatro. Hace bastantes años, cuando Pinochet y sus secuaces dominaban en Chile, leí la noticia de que el repugnante dictador pasaba las noches en vela, sin poder dormir. De inmediato pensé en las voces que asaltaron a Macbeth en su castillo escocés tras el asesinato de Duncan: ''šMacbeth ha asesinado al sueño! (...) šMacbeth no dormirá más!". La analogía no es, de ninguna manera, remota, aunque Pinochet no se ha llevado su merecido. Tampoco resultaría disparatado comparar a George W. Bush con Tamerlán, el mongol saqueador de media Asia, sobre todo por el sitio geográfico de su próxima exacción, léase guerra. Y aunque Timur Lang, llamado Tamerlán, fue un personaje histórico, los no historiadores sabemos de él más por la obra de Christopher Marlowe que por alguna lección mal aprendida en clase.
Todo lo anterior viene a cuento por la noticia contenida en algunos de los reportajes que Arturo Cano ha enviado desde Venezuela a La Jornada. En ella se decía que los opositores al gobierno del presidente Hugo Chávez habían echado a andar el rumor de que los pobres bajarían desde los cerros para matar a los ricos. ƑHabrá leído -o visto representar- esta gente Los invasores de Egon Wolff y se inspiraría en ella para aterrar a la ciudadanía? Lo más probable es que no, y que Wolff se adentrara en los temores y las culpas de una clase social que después sería la cacerolista que ayudó a derrocar a Allende. Aunque los mendigos invasores del dramaturgo chileno no matan a nadie, sí se apoderan -en un sueño del industrial Meyer, que al final parece no ser un sueño- de los bienes de todos los burgueses a los que obligan a una vida de trabajo y sin lujos. También habría que recordar, en referencia a este tipo de temores, La mudanza, de Vicente Leñero.