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México D.F. Domingo 22 de junio de 2003

Rolando Cordera Campos

Más allá de la arrogancia

Las cifras empiezan de nuevo su danza frenética, pero son pocos hoy los dispuestos a celebrar con el gabinete económico y el presidente Fox la reducción en el número de pobres extremos descubierta hace unos días por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI). Más allá de las inconsistencias metodológicas o de los significados precisos de la disminución de la pobreza (mal) llamada "alimentaria", sobre los cuales debemos esperar prontas opiniones de expertos y responsables políticos que vayan más allá de la entrevista de banqueta, lo que urge ahora es dejar atrás cuanto antes la fantasía y la superchería económicas a que rápido se dieron algunos acólitos del neoliberalismo y que han llegado a sugerir que es en la baja inflación, el también escaso crecimiento y la inhibición del Estado donde podremos encontrar las rutas principales para superar la pobreza que, con todo y la victoria festejada el miércoles, sigue entre nosotros, del brazo de una desigualdad inaceptable. Y es esta persistencia la que obliga a dudar no de las cifras que muchos ven como milagrosas, sino de los apresurados dichos del gobierno en el sentido de que estamos por fin rompiendo inercias y círculos viciosos.

Sin crecimiento sostenido y alto, todo lo que se logre en el frente social resulta efímero y engañoso. No hay presupuesto que aguante la cascada de transferencias que habría que desatar para atender a los pobres y evitar que los redimidos volvieran pronto al infierno de la miseria. Tampoco puede avizorarse fácilmente una corriente de remesas del exterior tal que pudiera hacer que la indigencia dejara territorio apache. Lo que se requiere es que haya empleo bien remunerado y duradero, y que éste se vea acompañado de una red social protectora y ágil, de la cual carece México con toda evidencia. Y nada de esto es concebible en una sociedad económica compleja, abierta y de mercado, como es la nuestra, en un escenario de escaso y volátil crecimiento económico general. Y es de esto que tiene que hablarse primero si de romper inercias se trata.

Las cifras del INEGI nos remiten también de nuevo al propio estatuto del organismo encargado de la estadística nacional. Su capacidad productora de información ha sido reconocida dentro y fuera de México, pero su autonomía del gobierno no existe y constituye una fuente inevitable de sospechas y reclamos, cuando no de rechazo airado a sus productos. Y sin contar con bases informativas creíbles y admitidas por todos como el punto de partida común no podrá haber una discusión seria que aspire a arribar a conclusiones robustas de conocimiento y política. Y este es un bache del que inexplicablemente no hemos podido salir, a pesar de los compromisos hechos desde hace años.

Validar las cifras y darles legitimidad política y científica es urgente, pero desde luego no suficiente. Tiene razón la secretaria Vázquez Mota cuando pide que la economía mire "sin arrogancia" a lo social, aunque se trate de una misión imposible: pedirle a los economistas de Hacienda y anexas que sean humildes y dejen de soñarse los guardianes de la urbanidad económica es esperar un milagro, y la Morenita parece haber entrado en un receso prolongado después de que le cargaron el de la alternancia. Podríamos ser más modestos y realistas y preguntarnos mejor por las condiciones políticas que habría que tener para dejar atrás esa nefasta coalición contra el crecimiento que, disfrazada de misión estabilizadora, ha hundido a México en un estancamiento pernicioso y ha contaminado ya nuestra manera de pensar la agenda económica nacional.

Poner por delante a la inflación como factor antipobreza en una circunstancia como la nuestra, dominada por una precaria y débil actividad económica, es poner la carreta delante de los bueyes y contribuir a la consagración de dogmas, mitos y miedos que hoy dominan la deliberación pública y privada en torno al desarrollo. Los partidos han formado filas con el secretario de Hacienda y cosificado las políticas monetaria y fiscal al someterlas a una absurda meta de déficit estatal, un coeficiente que, luego se nos dice, tampoco resume la realidad de las finanzas públicas. Esa participación de los partidos en la coalición contra el crecimiento, su aquiescencia y sumisión ante los dogmas elementales de la tecnocracia financiera, hoy puestos en duda por su propio gurú (Milton Friedman), es lo que hay que cambiar, y pronto, porque representa una inercia peor que la de la pobreza. Sus vicios son también circulares, pero sobre todo son letales, porque impiden la imaginación y propician el miedo al riesgo que está en la base de toda empresa privada o nacional de desarrollo.

Cargarle la mano a los pocos empresarios que postulan la necesidad de cambiar la política económica en pos del crecimiento, como se ha hecho en las páginas financieras y por boca del propio secretario Gil en contra de Slim o Servitje, puede ser deporte lucrativo para algunos, pero no lleva a ningún lado racional la discusión sobre la política económica que se requiere para volver realidad ampliada los magros triunfos de una política social colgada de transferencias y remesas. Más que abandonar la arrogancia lo que hay que exigir es compromiso de la política económica con la realidad y los sentimientos nacionales. Hacer, como alguna vez postulara Nora Lústig, una macroeconomía "socialmente responsable". Y no hay otra vía para eso que la política y la transparencia, en, desde y a través del Estado. Pero de eso no podemos hoy congratularnos.

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