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México D.F. Domingo 29 de junio de 2003
Carlos Bonfil
La hora 25
Desde Haz lo correcto (Do the right thing, 1989) y Fiebre de selva (Jungle fever, 1991), dos de sus mejores realizaciones, el cineasta afroamericano Spike Lee ha sido el mejor cronista de la urbe multirracial, de sus conflictos y reacomodos, y un tanto el profeta de visiones tremendistas que ubican en Nueva York el inminente colapso de una civilización. Un cine admonitorio, áspero, discursivo (Malcolm X, 1992; Clockers, 1995), a un paso de la arenga civil y del regaño moral, particularmente en el tema del consumo de drogas. Un cine también fascinante por su libertad verbal y la riqueza de sus propuestas visuales. En sus cintas más recientes se había perdido un poco el tono encendido, casi pendenciero, con que el director solía interpelar y provocar a la Gran Manzana, exponiendo sus miserias y sus contradicciones, en un tono invariablemente polémico. Lee llegó a preferir la inofensiva comedia costumbrista (Crooklyn, 1995; Girl 6, 1996), o la revisión histórica (Bamboozled, 2000), y sólo en El verano de Sam (Summer of Sam, 1999), retomó con brío el tema de la violencia interracial con la crónica de un asesino serial en un primer plano. En La hora 25 (25th hour), su película más reciente, recobra su estilo inicial, elige un reparto anglosajón, y arremete contra el clima de paranoia y miedo que se apodera de Nueva York después del 11 de septiembre, no sin manifestar su solidaridad emotiva, su perplejidad y la impotencia de su rabia ("Se busca a Osama Bin Laden, vivo o muerto").
En La hora 25 Spike Lee relata las vivencias y angustias existenciales de Montgomery Brogan (Edward Norton), traficante de drogas, durante las 24 horas previas a su ingreso a una prisión de máxima seguridad donde deberá permanecer siete años. Como un condenado a muerte, como un enfermo terminal que tuviera los días contados, Monty busca reforzar los lazos afectivos con su padre (Brian Cox) su novia Naturelle (Rosario Dawson), y sus dos mejores amigos de infancia, Jacob (Philip Seymour-Hoffman), pusilánime profesor de inglés, sexualmente reprimido, y Frank (Barry Pepper), petulante corredor de bolsa, atrapado en el dilema de conciliar su lealtad al amigo y la condena moral al oficio de dealer envenenador. El director no centra la trama, basada en una novela de David Benioff, también guionista, en torno de la experiencia de Monty narcotraficante, sino en la complejidad de sus respuestas emocionales y en la fragilidad de sus asideros afectivos ante la fatalidad inminente. La cinta describe también el miedo y la angustia que se apoderan del protagonista ante la perspectiva, inconfesable, de ser violado multitudinariamente en la cárcel, por su calidad de novato y por su apostura física. Este pánico a ser mancillado y penetrado, a ver su certidumbre viril resquebrajada, es metáfora oportuna, y audaz, del estupor que invadió a la conciencia anglosajona al ser atacada el 11 de septiembre en la fortaleza nacional, hasta entonces inexpugnable. Y del miedo que siguió, y que aún persiste.
En una escena antológica, Monty, frente a un espejo, escupe imprecaciones racistas, insultos homófobos, delirios de rencor social, que derivan todos en un sonoro ritual de autoescarnio. Minorías raciales y sexuales detestadas, repertorio de clichés denigrantes sobre puertorriqueños, afroamericanos y pakistaníes, sobre fanfarrones yuppies, dipsómanos anglosajones, maricas Soho y mujeres Park Avenue, todo en un círculo de desprecio que se cierra sobre el propio Monty, guardián celoso de su estrecha castidad irlandesa. En un atractivo tour de force, el protagonista, ya rumbo a la cárcel, ve desfilar en cámara lenta, frente a la ventanilla de su auto, a esas mismas minorías que sonrientes le certifican su presencia y permanencia, sin mayor alarde y sin un rastro de rencor. La tribulación existencial de Monty refleja, a su manera, el colapso moral del sueño estadunidense, el ocaso de la prepotencia imperial. Spike Lee no recurre sin embargo a estas retóricas, su lenguaje visual es limpio y contundente, como en la filmación casi distraída de esa zona cero (ground zero) donde alguna vez se levantó un símbolo de poderío económico, o como en esa imagen de derrota y melancolía que muestra a Monty con el rostro tumefacto, impenetrable al fin, a la manera de un nuevo Brando (Nido de ratas/On the waterfront), igualmente vulnerable. Una soberbia elegía centrada en Nueva York y en su desasosiego espiritual después de la tragedia, resumida en un personaje, y en su red de complicidades afectivas, animada por un estupendo Edward Norton, todo bajo el control de Spike Lee, de nuevo revelación polémica.
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