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México D.F. Lunes 18 de agosto de 2003

TOROS

Una moderna tradición del País Vasco llega sin afeites al corazón de la España torera

Los recortadores, única tauromaquia sin sangre bovina, apta para los ecologistas

Ante la falta de figuras ibéricas, al empresario de la México se le antojará traer este espectáculo

LUMBRERA CHICO

Procedentes del País Vasco, esta semana llegaron al corazón de España los recortadores, una moderna tradición navarra que, interpretada en una placita no lejos de Madrid, provocó la emoción y el entusiasmo de un público maravillado ante el único espectáculo taurino que puede ser visto sin reproches por los ecologistas.

Antes de la suelta del toro, que saldrá sin moña y con los pitones intactos, una veintena de jóvenes en espléndidas condiciones físicas aparece en la arena del ruedo y se distribuye sobre la línea de cal que marca la división del tercio de adentro y señala el límite de acción que, en la lidia normal, tienen los picadores.

Vestidos con ropa de civiles, pantalones entallados y camisetas deportivas, los muchachos se organizan en dos equipos, que competirán para llevarse un premio, aquella tarde contenido en un cheque de 6 mil euros, que habrán servido, supongo, para que los vencedores pudieran echarse al coleto unos buenos chatos de manzanilla con unas tapas de jamón -gastronómica idea que trae a la memoria de este cronista televisivo la explicación que cierta lejana tarde en Barcelona diera un parroquiano en una taberna de la calle De la Cera, en el barrio del Rabal: "Estos panecillos se llaman tapas porque antes se usaban en los bares para tapar la copa y evitar que las moscas cayeran en el vino".

Pero estábamos en que los recortadores ya se han desplegado sobre la ancha circunferencia de cal pintada en la arena y el corazón debe latirles cada vez con mayor intensidad, porque el juez de plaza ha ordenado que suenen timbales y clarines para que se abra la puerta de los sustos. En los pueblos de Navarra, donde surgió esta infrecuente costumbre del toreo, los recortadores aparecen en lugar de los forcados, una vez que el rejoneador en turno ha culminado su trabajo, me explica alguien que habla de oídas porque no le consta, pero le han platicado, así que a la mejor tiene razón. Esta crónica se limita a contar lo que ha visto.

Salió, pues, un toro negro, "corpulento" (según el hispano locutor), alto de agujas y con un par de pitones bien puestos, con los diamantes completos, y emprendió la carrera hacia los juncales mozos que lo desafiaban inmóviles como don Tancredo. Pero en cuanto dirigió su embestida contra el primero de los humanos que se le antojó, el escogido puso las zapatillas en polvorosa, alejándose con prudencia. Y entonces comenzó el ballet.

Apartáronse los demás hacia la zona de tablas, mientras un representante del equipo uno, por así llamarlo, se colocaba en los medios, con los pies bien juntos y las manos en jarra, sacando el pecho y citando de largo para dejarse ver. Nótese que no había un solo capote de brega en el escenario. Cuando el toro se enteró del desafío, sincronizó sus cuatro patas para trasladarse en pos del bravucón, y éste lo aguantó a pie firme; en el momento en que lo tuvo muy cerca le cambió el viaje, le hizo un quiebre y le dio la espalda para que toda aquella masa de pelos y huesos pasara por debajo de su frágil y humano cuello.

De inmediato entró al quite un rapaz del equipo dos y corriendo al sesgo se dejó llegar hasta la cara del bonito para repetir la suerte con la misma gracilidad, pero entonces vino al quite un tercero, quien citando de frente resorteó con las piernas en el momento de la reunión y se echó un clavado como una flecha, volando sobre astas, morrillo, ancas y rabo del cuadrúpedo en un abrir y cerrar de ojos.

Sin perder el ritmo, propósito que se hace también esta crónica, salieron de por ahí otros dos mocetones munidos de pértigas y ensayaron al unísono la suerte del salto con garrocha para transportarse en el aire sobre el bravo y alegre animal, llevándose la enésima carretada de aplausos, pero entonces irrumpió un chaval con ínfulas de torero equino deseoso de trotar para templar la embestida y de correr más bien cuando sintió la sombra del bovino en los pantalones y terminó empitonado, prendido por un muslo, girando en las alturas como un rehilete antes de dar el porrazo y sufrir ahora los pisotones y las nuevas caricias del cuerno, al tiempo que sus compañeros de ambos equipos, revueltos en la emergencia sin distinción, cogían a la bestia por la cola, intentaban jalonearlo de las orejas, le daban voces para sacarlo de ahí.

Huelga decir que con el buen oficio que distingue a los productores taurinos de Televisión Española, en ese momento la proyección del video entró en éxtasis de cámara lenta adobada con música suave de instrumentos y ritmos de rockanrol, para que la regocijada contemplación de la fiesta hiciera aún más grato el paladeo del manjar, pero entonces terminó todo y tanto esta crónica como su autor recordaron melancólicos que vivían en un país donde lo más probable es que a falta de figuras ibéricas, mexicanas o de donde haya, si hay, muy pronto al vivales de la Monumental Plaza Muerta (antes México) sin duda se le antojará sorprendernos con una función especial de recortadores.

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